Epílogo

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Seis años después...

—¡Arthur! ¡Elizabeth!

Esther llamaba a los mellizos por todo el jardín de la mansión Sullivan, sin recibir respuesta. Esos pequeños diablillos siempre que estaban bajo el cuidado de ella, su niñera, mientras sus padres estaban fuera visitando a unos amigos en la ciudad se la hacían pasar mal con sus travesuras. En esos momentos estaban escondidos en alguna parte cuando deberían estar empezando a vestirse para recibir a sus padres junto al resto del servicio.

—¡Niños, por favor! ¡Salid ya! ¡No quiero tener que castigaros!

—¿Qué ocurre, Esther?

Ella se giró al escuchar la voz de Sofía, la ama de llaves, y la vio a pocos metros de ella, de pie junto a su marido Christopher, el antiguo criado de Bárbara Santander, y embarazada de apenas seis meses de su segundo hijo. En ese estado ella no debería trabajar, pero era orgullosa e indepentiente.

Esther suspiró rendida. —Son los niños. Han vuelto a esconderse de mí.

Ante eso la pareja se río para fastidio de la joven.

—Venga, no te lo tomes así, mujer —le dijo Sofía—. Ya los conoces. Siempre hacen lo mismo. Y los amos se lo consienten. Opinan que los niños deben dedicarse a eso; a jugar, que después ya tendrán responsabilidades que atender.

Esther no era de la misma opinión, pero respetaba la decisión de el amo Nathan y de Katherine. Mientras tanto, desde su escondite, Arthur —un joven de pelo negro con ojos verdes como su madre— y Elizabeth —una hermosa niña de pelo caoba y ojos azules saltones— se reían de haber cosneguido burlar a Esther. Lo que no sabían es que alguien los estaba acechando desde detrás.

—¿De nuevo fastidiando a mi hermana, pequeñajos?

Los mellizos dieron un respingo antes de notar como una mano fuerte y conocida de otras muchas veces los agarraba por el cuello de la ropa desde detrás, una mano para cada uno, y los alzaba con suma facilidad. Ambos miraron fastidiados al tío John, la mano derecha de su padre.

—¡Joo, tío Jon! —se quejó Lizzy cruzando los brazos—. ¡Lo has fastidiado!

—Solo estábamos jugando un poco —se excusó Arthur con su sonrisa de pillo.

—Ya, como siempre.

Jon cargó con ellos hasta llevarlo ante su hermana, que al verlo puso los puños en la cintura, claramente molesta por la broma de los pequeños.

—Muchas gracias, Jon —agradeció ella, entonces se centro en los niños—. Muy bien, ¿quién es el primero en recibir un castigo?

Los dos tragaron saliva, expectantes al temido castigo de la tía Esther.

Desde la ventana del carruaje, Katherine veía como iban llevando a la mansión, su hogar.

—Ya estamos en casa —dijo ella, sonriendo feliz por ello.

—¿Tanto deseabas volver? —le preguntó Nathan, sentado a su lado, cogiendo su mano—. Haberlo dicho y habríamos vuelto mucho antes.

Ella se giró hacía él. Los años en él no pasaban en balde y ya peinaba algunas canas en la cabeza, pero aun así no había perdido su atractivo en absoluto. Le sonrió antes de darle un beso en los labios.

—No te preocupes, lo importante es que estamos aquí ahora. Y que los niños estarán contentos de vernos de vuelta.

—Es cierto.

Nathan también deseaba regresar a casa con su esposa y con sus hijos. Para él fue una grata sorpresa ver que la noche del parto no nacía uno sino dos hijos; un niño y una niña preciosos. Para él no fue un problema ponerle a su hija el nombre de la mujer que había criado a Katherine como a su propia hija aunque la secuestrara de los brazos de su verdadera madre.

La Perfecta Sirvienta (Perfectas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora