Capítulo 18: Buganvilla.

28 3 1
                                    


Di unos toquecitos en la puerta antes de entrar, echando de menos un mayordomo que dijera mi nombre para que Alec decidiera si quería verme o no. Algo dentro de mí, un instinto nuevo que se había ido perfilando durante esos meses, gracias a lo mucho que había llegado a conocerle, me decía que a pesar de que mi cercanía era una de las mejores medicinas que pudiera administrársele a Al, lo que había sucedido esa tarde cuando ésta ya se estaba vistiendo de noche haría que quisiera poner un poco de distancia entre nosotros.

Y yo, por primera vez, estaba dispuesta a concedérsela. No me preocupaba que pudiera tener una recaída durante la noche (bueno, sí que me preocupaba, pero aquel no era el mayor de mis temores), pues sabía que había gente de sobra encargada de cuidar de él, y yo misma le vigilaría aunque fuera desde la sala de espera; ni siquiera me preocupaba que él creyera que lo último que había sugerido antes de que mi madre nos echara a mí y a Shasha de la habitación habría hecho que mi opinión respecto a él cambiara. Me preocupaba lo que había en su interior. Aquellas lagunas hechas de un mejunje pestilente y pegajoso con las que podría asfixiarse. Unos demonios con los que tenía que enfrentarse solo, pues cada vez que se asomaban a la superficie, me alejaba de él, temiendo que sus fauces pudieran alcanzarme a mí, que sus garras llegaran a secuestrarme como habían hecho con él hacía demasiados años. Tantos, que parecía no tener escapatoria.

Sabía que tenerme cerca de él no haría sino aumentar sus preocupaciones, añadiéndonos a mí y a Shasha a una ecuación ya de por sí demasiado complicada como para intentar hacerla de cabeza, sin tan siquiera el uso de lápiz y papel, ya no digamos de una calculadora o incluso un ordenador. Alec tenía ya demasiada gente por la que preocuparse, demasiada gente en la que concentrarse, y tenerme allí, con él, alzándome orgullosa como un nuevo punto débil, el mayor que tenía ahora, no le ayudaría en absoluto.

Yo deseaba que me quisiera cerca. Que me dejara acurrucarme contra él, darle un beso en su costado vendado, acariciarle el pecho y le dijera que todo iba a salir bien. Inhalar su aroma tan familiar pero con un deje extraño, como si hubieran sacado una nueva edición de su perfume corporal en la que se le añadían los ingredientes secretos propios del hospital. Relajarme escuchando su respiración dentro de su caja torácica, en lugar de en los pitidos de las máquinas. Necesitaba estar cerca de él. Pero yo no era la prioridad ahora.

Alec giró la cabeza cuando escuchó el sonido de mis nudillos martilleando suavemente en la madera de la puerta. Estaba mirando por la ventana, observando las luces del corazón de Londres, que continuaba con su vida ajena a que el mundo de Alec se había detenido por completo y había comenzado a girar en otra dirección. Nos dedicamos una sonrisa triste, demasiado alejada de lo que nosotros éramos realmente. Era como si la presencia del otro nos resultara incómoda.

Es curioso. La única persona con la que me sentía más fuerte y perfecta, incluso estando desnuda, era también con la que podía sentirme más vulnerable, más infinitamente insuficiente. Ojalá pudiera ser todo lo que él necesitaba, proporcionarle la ayuda que conseguiría hacer que sacara la cabeza de debajo del agua.

-Hola-saludé con timidez.

-Hola-respondió él, con la misma emoción en su voz. Se mordisqueó el labio inferior, la punta de su lengua asomando por entre sus dientes. Tenía el aspecto de un niño que había crecido demasiado, y demasiado rápido: a pesar de que se notaba que era mucho más alto que yo incluso estando en la camilla, mis ansias de protegerlo por la pureza que había en su alma me arrastraban hacia él como un torbellino arrastra a los barcos que se atreven a surcar sus aguas. La ausencia de la barba, a la que me había acostumbrado hasta ayer, cuando me pidió que se la afeitara (las enfermeras habían insistido en que las auxiliares lo harían, pero ninguno de los dos lo permitiría; sólo yo podía tocarlo de una manera tan íntima, tener de esa extraña forma su vida en mis manos), no hacía más que reforzar esa expresión de niño de seis, siete, ocho o, como mucho, nueve años, que mira a su profesora preferida con arrepentimiento, sabiendo que lo ha hecho mal y que está a punto de perder su favor. Quise correr para abrazarlo, estrecharlo tan fuerte entre mis brazos que tuvieran que volver a cambiarle las vendas, pero me contuve. Lo único que hizo que sólo diera un paso, lento y deliberado, con opciones a detenerme en cuanto quisiera, fue lo mucho que necesitaba esa distancia.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora