Capítulo 62: Sagitarios de primavera.

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¡Gracias por la espera, flor! El capítulo de hoy es un pelín más cortito que los demás, espero que merezca la pena♡ Nos vemos de nuevo el domingo, ¡disfruta!

Lo primero que noté fue la mezcla de sonidos, una mezcla de los que eran mis dos sonidos preferidos por separado, y entre los que nunca había pensado en hacer un ránking hasta ese momento: la respiración de una chica a la que yo conocía mejor que a mí mismo, y la sinfonía de los árboles desperezándose, las olas rompiendo en la parte baja del pueblo, y las gaviotas surcando el aire, siguiendo las estelas de los primeros barcos que salían a navegar.

La respiración de Sabrae.

La música de Mykonos.

Todavía no me había dado cuenta de lo extraña que era la mezcla cuando me volví consciente de la luz del sol acariciándome los párpados, animándome a levantarme como siempre hacía con independencia de la distancia que hubiera entre el ecuador y yo.

Y luego, los olores. La mezcla perfecta del mar y el aroma de los limoneros con la esencia de Sabrae, a frutas y sexo.

¿Sabrae... en Mykonos?

Debía de tener el cerebro medio dormido si pensaba que ella estaba allí. Llevaba demasiado tiempo soñando con despertarme a su lado en mi isla como para que aquello hubiera llegado y yo no...

Oh.

¡Oh!

¡OH!

Abrí un ojo y me encontré con sus pestañas temblando ligeramente mientras continuaba durmiendo tan tranquila, de espaldas a la ventana, con una pierna encima de mis caderas, el pelo alborotado a su alrededor, convirtiéndola en un cuadro impresionista, en una diosa de las tormentas más oscuras que, sin embargo, eran las que se aseguraban de que los marineros extraviados volvieran a puerto. Pequeñas estrellas moradas, azules y rosas le poblaban la melena, las florecitas de la hortensia que no le habíamos quitado. Se nos habían caído encima como una lluvia de pétalos, polen y perlas de colores, ajenas a todo lo que había pasado entre nosotros, no haciendo el más mínimo caso de la actividad a la que nos habíamos visto abocados.

Se me dibujó una sonrisa boba al pensar en ella moviéndose encima de mí la noche anterior, todavía con las manos marcadas allí donde la había atado fuerte con mi corbata. Lo bien que se había movido, las ganas que le había puesto a ese polvo, la forma en que me había convertido en suyo incluso cuando me había cedido todo el control, entregándose con un entusiasmo que pocas veces había igualado.

Parecía mentira que aquella mujer con la que había recorrido los caminos y desvelado los rincones más ocultos del placer carnal fuera la misma chica que ahora dormía plácidamente a mi lado, a pesar de que ambas estaban desnudas y compartían el mismo cuerpo, la misma cara preciosa y perfecta que ahora sonreía con la tranquilidad de quien sabe que tiene a todo el universo a sus pies.

Recordé entonces por qué habíamos llegado a aquel punto, qué necesidad nos había empujado a ir subiendo y subiendo hasta salvar el límite de las nubes y reconocer ese cielo cargado de estrellas, y se me empañó un poco la felicidad. Parte de la culpa de que lo hubiera pasado mal en Grecia era mía; debería haberle advertido lo que había, debería haberle dado más importancia a Perséfone de la que se la daba, debería haberme dado cuenta de que todo lo que había vivido en Mykonos era con mucha más gente, y no en soledad, como siempre se lo había pintado inconscientemente a Sabrae, dibujando rostros difuminados en un cuadro en el que lo único nítido éramos la isla y yo.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora