Todavía sentía su mano ardiendo en mi pecho incluso cuando toda la sala nos separaba. Estaba hecha de fuego, toda ella; un fuego ancestral e incandescente en el que me moría por consumirme, la verdad.
Llevaba toda la noche manoseándome, y yo, toda la noche controlándome para no saltarle encima. Y me lo estaba poniendo extremadamente difícil: había descubierto que me ponía un montón que me dijera guarradas en un sitio abarrotado de gente, que expresara sus ganas de mí, que no pudiera guardarse sus manos para sí misma. Si ya me encantaba sentir sus uñas arañándome la espalda, sus piernas rodeándome la cintura, o sus dedos hinchándose en mi culo mientras me la follaba, imagínate lo que era recordar todo eso en un lugar en el que no podíamos hacer nada.
O, bueno, no debíamos. Porque viendo el plan en el que estábamos ambos, no me extrañaría que termináramos haciéndolo en un rincón. A mí incluso me gustaría. Quería que todos supieran cuánto la hacía disfrutar, que vieran que la diosa de la noche sólo se encomendaba a un dios cuando sentía placer, un dios con el que yo compartía nombre. Si ya estar en la graduación era un logro, estarlo al lado de Sabrae era el triunfo más importante de mi vida.
Es que, ¡joder! Estaba guapísima. Resplandecía como si viniera de otro planeta, una embajadora interestelar en la que habían concentrado toda la belleza del planeta para conseguir un tratado que trascendiera las fronteras de la luz. Tenía las piernas más largas que de costumbre, el vientre más plano, las tetas más turgentes, y el culo más respingón. Toda ella parecía hecha para que yo no apartara la vista de su increíble cuerpo de bronce, y para que flipara cuando me asaltaba la percepción de que yo era el único que podía disfrutar de ese cuerpo. De verdad, la única vez que la había visto más guapa que esa noche había sido en Nochevieja. Mejor que el blanco, sólo le sentaba el rojo. Mejor que un traje, sólo le sentaba un mono. Mejor que unos zapatos blancos de tacón, sólo le sentaban unas botas doradas hechas de filigrana.
En Nochevieja, había tenido la versión demonio de Sabrae. Hoy me tocaba el ángel, pero que sólo lo era en apariencia. Y, sin embargo, que hubiera exhibido el pecado con tanta naturalidad a principios de año sólo conseguía que yo me pusiera peor.
Claro que hoy tampoco se quedaba corta.
-Date prisa, papi-me había dicho al oído-, que tengo mucha sed.
Sus labios habían acariciado mi oreja de un modo en que sólo acariciaban otra parte de mi cuerpo: la punta de mi polla. Sus dientes siguieron la línea de mi lóbulo de una forma en que sólo seguía la boca. Y su mano había leído en braille en mi pecho de un modo en que sólo lo hacía en una situación muy concreta: cuando se ponía encima, sus tetas en primer plano, su sexo invadido por el mío, y se echaba hacia atrás con una sonrisa a punto de estallar en un orgasmo explosivo.
Jo.
Der.
Como para no empalmarme.
Estaba haciendo un esfuerzo titánico para no saltarle encima. Aún ahora me fascinaba no haber hecho nada con ella. Y lo peor de todo es que me encantaba esta Sabrae descontrolada y ansiosa por tener sexo. Me gustaba que me dejara bien claro lo que quería, resistirme a duras penas a ella, ver cómo fantaseaba con lo que le haría esa noche. Puede que incluso le destrozara el traje para poder follármela. Sabía que no le haría gracia no disponer de la prenda, pero siempre podía comprarse otro igual. En cambio, un polvo desesperado en el que todo te molesta, ropa excitante incluida, era algo que los dos no sólo queríamos, sino que necesitábamos: ya me imaginaba en Etiopía, tumbado en la cama, pensando en ella y recordando irremediablemente el sonido de la ropa al rasgarse, sus pechos brincando liberados, su grito de placer...
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...