Llevaba semanas esperando ese momento. Cada día alejada físicamente de él me había supuesto un suplicio, aunque sabía que podría haber sido mucho peor. Podría no haberle proporcionado ningún tipo de placer, ni él habérmelo concedido a mí.
Claro que también la miel parece más dulce cuando la ves goteando del tarro que cuando te la imaginas en tu cabeza.
Todavía me costaba no pellizcarme con disimulo cada vez que pensaba que nadie me miraba: me parecía increíble que Alec estuviera ahí, fuera de su habitación, por fin en pie por sus propios medios y de vuelta en casa, de donde nunca debería haberse ido. Conmigo, de nuevo, a quien nunca debía haber abandonado.
Y eso que había tenido tiempo de sobra para aclimatarme. Desde que le habían dado la fecha concreta de su alta, y ésta había pasado de ser algo que sucedería en un futuro difuso a ser tangible en un calendario, había dedicado todos mis esfuerzos a hacer que ese día fuera lo más satisfactorio posible para ambos.
De la misma manera que llevaba semanas esperando ese momento, también llevaba semanas planeándolo. Elegir el conjunto que ahora llevaba puesto me había supuesto tardes enteras en mi habitación, desgranando cada prenda que tenía y rezando en silencio para que la calidez no nos abandonara mientras combinaba con ojo muy crítico todas las prendas que había en mi armario, pero la ocasión lo merecía.
La ropa que escogiera sería la que Alec me quitara, por fin, después de tanto tiempo de nuestros cuerpos dolorosamente independientes, condenadamente separados, infernalmente definidos.
Llevaba semanas fantaseando con ese momento en particular, el de descalzarme después de una larga jornada de celebración de la vida del chico que más había llegado a importarme en la mía.
Y ahora, por fin, las fantasías estaban cristalizando. Lo que percibía a través de los sentidos no eran fantasías, sino sensaciones reales. Se habían acabado los preparativos: había atravesando mi pasillo particular, en dirección a mi altar particular, con mi vestido de novia particular.
Y acababa de llegar mi noche de bodas.
Por eso, lentamente, descendí de mis sandalias. Un escalofrío me recorrió entera, naciendo desde la planta de mis pies y subiendo como la más veloz enredadera hasta mi cabeza. Comprobé entonces que el calor que había sentido en la casa no tenía nada que ver con el aire que la llenaba.
Tenía los pezones duros, como noté cuando me desanudé el cordón de la blusa, dejando al aire más espacio de canalillo del que iba a permitirles ver a sus amigos. Mis muslos estaban apretados el uno contra el otro, deleitando sutilmente a mi entrepierna, hinchada y empapada. No sabía cómo había hecho para no follármelo aún, supongo que con una fuerza de voluntad y un autocontrol propios del Dalai Lama, pero allí estábamos. Al borde del oasis, a punto de poner fin a nuestra sequía.
-Ajá-respondió Alec, que incluso me dio lástima. Pobrecito. A veces se me olvidaba que, cuando me vestía para matar, a quien iba a matar era a él. Tenía la boca ligeramente entreabierta, y los ojos fijos en mi escote. Apenas había sido capaz de apartar la mirada de mí en toda la tarde, y las pocas veces que lo había hecho, había sido porque había otras partes de él sobre mi cuerpo. Mientras nos metíamos mano delante de todo el mundo durante la comida, ante unas indulgentes Mimi y Shasha, que en su vida habían tenido tanta paciencia con nadie (y menos con nosotros) como ese día, había creído que todo mi plan se iría al traste, y que mi necesidad de Alec se volvería tan imperiosa que no podría seguir ignorándola más. A la mierda mis planes. A la mierda la decoración. A la mierda el polvo dulce que sentía que teníamos que echar.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...