Algo me decía que Alec estaba recayendo otra vez en esa espiral autodestructiva en la que se había sumido a principios de año, cuando se había dejado llevar en la cama y había hecho conmigo algo que había aprendido del porno, pero que achacaba a sus recuerdos. Era normal que estuviera más ausente de lo habitual; desde que había confirmado con el ginecólogo que mi retraso con la regla podía deberse al gran disgusto que me había llevado con su accidente, había decidido que ya estaba bien de que ambos nos lamiéramos las heridas, así que me había propuesto ocupar todo el tiempo que estuviera con Alec con cosas que le fueran útiles de cara al futuro.
No había podido consultarlo directamente con su psicóloga por lo incompatibles que eran nuestros horarios, ya que ella siempre veía a Alec de mañana, cuando yo tenía clase, de modo que había tenido que tirar tanto de mi propia investigación por internet como de los conocimientos de la psicóloga con la que mamá compartía despacho (creí que se resistiría a contestar a mis preguntas porque Alec era un chico, y en el despacho de mi madre no se ocupaban de casos cuyos clientes fueran hombres, excepto si eran directivos de compañías verdes), a la que aproveché para abordar en una de las tardes que Alec pasaba con Bey o con Jordan, justo antes de uno de mis ensayos. Le había dejado un billete de cincuenta libras encima de la mesa, como retribución a los servicios que tenía pensado requerir de ella y para asegurarme de que todo lo que yo le dijera se quedara entre nosotras, amparado por el secreto profesional.
-Cielo, con eso no tendrías ni para empezar en una consulta privada-sonrió, empujando el billete en mi dirección e invitándome a que lo guardara para darme algún caprichito con mi novio.
-De eso precisamente quería hablarte, Fiorella-expliqué, y la psicóloga arqueó sus cejas oscuras en un evidente gesto de curiosidad. Fiorella no me conocía tan bien como lo hacía la psicóloga con la que mamá llevaba trabajando desde que abrió el bufete: después de que el número de casos de violencia de género de que se ocupaba el despacho aumentara exponencialmente gracias al boca a boca de las mujeres que mi madre había conseguido salvar a tiempo, el crecimiento jurídico se había visto reflejado en un crecimiento de la parte psicológica, si acaso no tan acusado. Por cada veinte abogadas en el despacho, había una psicóloga atendiendo a las clientas. Claro que, ahora, Oxford enviaba más estudiantes en prácticas que nunca, amén de las que ya se habían ganado un contrato, con lo que el número de mujeres trabajando bajo el mismo techo, estudiando textos legales y consultando jurisprudencia, rozaba la cincuentena. Así que ahí había entrado Fiorella hacía unos tres años: había hecho prácticas con Gwen, la psicóloga titular del despacho de mi madre, y después de apreciar las socias fundadoras la necesidad de alguien que la ayudara, su nombre había sido el primero y el último en considerarse.
Como su nombre indicaba, era de origen italiano, lo cual siempre suponía un plus. Las mujeres tenían más tendencia a sincerarse con alguien a quien consideraban una igual, que hubiera sufrido de la misma forma que ellas, si acaso en sectores distintos. La piel aceitunada de Fiorella, sus ojos oscuros y su pelo negro todavía era motivo de miradas acusadoras en el metro, y cuando abría la boca y hablaba con su acento danzarín, esas miradas se convertían en muecas de disgusto.
Fiorella estaba menos ocupada que Gwen, así que, aunque me resultara más fácil acudir a la socia de mi madre, sabía que lo correcto era ir con alguien que podría permitirse perder una tarde con mis absurdas consultas. De modo que le solté la carpeta en que había recopilado los artículos de psicología a lo largo de la semana en los que pretendía basar mi tesis encima de la mesa, y me dispuse a exponerle la condición de Alec. Ella ojeó los impresos, torció la boca y entrelazó varias veces las manos mientras yo hablaba y hablaba. No se molestó en tomar notas, aunque al final, recordaría absolutamente todo.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...