Capítulo 2: Infierno.

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Sabía que me habría odiado siempre si no hubiera entrado en la UVI a verle, pero en ese momento, deseé no hacerlo.

Porque, en cuanto lo vi, supe que no podría borrarme aquella imagen de mi cabeza, y si lo que yo más temía terminaba por suceder y él se quedaba en aquel estado para siempre, yo detestaría no poder recordarlo como la estrella más brillante del firmamento, el chico más feliz y relajado de toda la costa mediterránea, en lugar de aquel cascarón aparentemente vacío que había ante mí.

Escuché a lo lejos, amortiguados por el tamborileo rítmico del corazón martilleándome en los tímpanos, cómo los amigos de Alec caminaban detrás de mí, guardando las distancias pero también asegurándose de que le veían. A mis espaldas, alguien contuvo el aliento, horrorizado. Estaba bastante segura de que fue Tam.

Lo cual daba una idea bastante clara de cómo era la situación a la que nos enfrentábamos: si hubiera sido cualquiera de las otras dos chicas, habría entrado dentro de los estándares de reacción esperables en un momento como aquel. Que lo hiciera Tam, no obstante, le daba a todo un aire mucho más angustioso. Tam era, con diferencia, la más independiente de las chicas, la que más se picaba con Alec y con la que él tenía más encontronazos; de tener que mantenerse estoica una al ir a verlo al hospital, estaba convencida de que sería Tam. No es que hubiera estado con ellos en infinidad de ocasiones, pero de lo poco que había estado, me había bastado para ver cómo funcionaba la mecánica de la relación de Alec y Tam: se respondían con borderías a la mínima oportunidad, su mera presencia les sacaba de quicio; incluso podría decirse que no se soportaban, pero la gravedad del resto de los del grupo les mantenía unidos, juntándolos con el pegamento sobrante del resto de amistades que orbitaban en torno a ellos. Siempre había pensado que Bey tenía mucho que ver en aquel asunto: gemela de una y mejor amiga e incluso amor platónico de otro, Bey era la razón de que tuvieran que convivir más que los demás. Y el roce, en lugar de hacer el cariño con ellos, hacía que se pelearan.

Se me heló la sangre en las venas, se me detuvo el corazón, se me cayó el alma al suelo y mi mente explotó, todo a la vez. No tenía una idea muy definida de lo que esperaba encontrarme cuando viera a Alec, pero no era aquello. En las películas, te vendían los comas como siestas de varias semanas, meses o incluso años de los protagonistas en las que estos se mantenían perfectos, relajados y descansados como si estuvieran dando la mejor actuación de la historia en una nueva versión de La bella durmiente o Blancanieves. Todos parecían a punto de despertar si la persona correcta les cogía la mano o les daba un beso en los labios.

Nada más lejos de la realidad.

Rodeado de cortinas de un azul desgastado por el uso, la cama de hospital estaba rodeada de aparatos que medían todo a lo que la medicina reducía a Alec: presión sanguínea, ritmo cardíaco, presión respiratoria, y varios gráficos más que no conseguía identificar. Me ofendía cada uno de ellos, pues no hacían más que recordarme que, para la gente que debía cuidarlo, Alec era poco más que un conjunto de estadísticas. Si acaso, un reto profesional: nada de un chico que tenía toda la vida por delante, el mejor amante de muchas londinenses y el único y verdadero amor de mi vida. Para la gente uniformada de aquella sala, Alec no era más que una luz en el cielo. Para mí, en cambio, era el sol.

Un sol apagado, sin brillo, al que le habían puesto un millón de filtros. Un sol al que le habían colocado una máscara de oxígeno que rugía por lo bajo como el motor de un tractor. Un sol al que le habían cubierto el pecho con vendas, inmovilizado la parte izquierda del cuerpo, y le habían clavado una vía en la que un líquido amarillento entraba poco a poco en su cuerpo, como si fuera el helio que nuestra estrella creaba para poder existir.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora