Capítulo 90: Limonada.

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De Alec se pueden decir muchas cosas, pero no que no cumple sus promesas.

Y yo lo sabía. Todo mi cuerpo lo sabía. Era escuchar el sonido de su sonrisa lobuna tatuando sus labios y ya echarme a temblar, porque en el mundo había hombres y Hombres, y yo había encontrado al único que se había ganado el derecho a escribir su género con mayúscula.

Me tiró sobre la cama como los emperadores hacían con las prostitutas con las que celebraban sus conquistas, y yo supe que, a partir de esa noche, Alec no iba a llamarse como Alejandro Magno.

Alejandro Magno iba a llamarse como Alec.

-Pero antes...-dijo, irguiéndose frente a mí como un joven y poderoso dios, el único capaz de escribir su propio destino y determinar sus profecías, el único que sería verdaderamente inmortal; el único que sería el único. Y, después de él, ya no habría nada más.

Su cuerpo emergió sobre mis rodillas todavía flexionadas y el límite del colchón igual que una isla paradisiaca justo cuando te quedabas sin provisiones, y la sonrisa oscura que tenía en la boca hizo que entendiera por qué Alec se había acostado con menos chicas que mi hermano pero follaba más que él: porque las conquistas de Scott podían sobrevivirle, pero Alec tenía algo que ni siquiera él tenía. Scott no resplandecía como lo hacía Alec.

Scott no era capaz de tenerte al límite de un orgasmo casi catastrófico con sólo mirarte. Alec sí. Alec lo estaba haciendo ahora.

Idolatré (decir que miré su cuerpo sería quedarse muy corta tanto por lo que sentía en ese momento como por lo que los músculos de Alec se merecían) su cuerpo con los ojos, acariciando su piel con la mirada mientras bajaba lentamente, regodeándome y a la vez maravillándome en aquel hombre que tenía frente a mí, y cuyo placer, contra todo pronóstico, llevaba mi nombre y sólo mi nombre.

-... vamos a desnudarte-terminó, agarrando la sábana arrugada que estaba a mis pies y arrojándola a un lado, de forma que no hubiera nada entre nosotros más allá del aire. Y habría un punto en que no habría absolutamente nada. Me quedé mirando su miembro, ya erecto y grueso, y sentí que un escalofrío me recorría desde la nuca hasta la entrepierna, revolucionando mi columna vertebral a medida que descendía-. Estás demasiado vestida...-me recorrió de arriba abajo, y con un paso se metió entre mis piernas-, para la forma en que quiero marcarte.

Marcarme. Mi sexo protestó por lo vacía que estaba a modo de celebración. Pronto tendría la inmensidad de Alec llenándome, reclamándome, sobornándome para conseguir ese placer explosivo que llevaba su nombre.

Los ojos de Alec se oscurecieron al escuchar mi jadeo desesperado, propio de una dama victoriana que se escandaliza por ver un tobillo masculino. Pude ver en sus ojos esa chulería propia de los hombres cuando pretenden sorprenderte, mientras piensan en todo lo que te pueden hacer y lo mucho que lo vas a disfrutar. Acostarme con Alec ya era garantía de éxito, pero verle sonreír de esa manera era algo completamente distinto: era saber que al día siguiente todavía me temblarían tanto las piernas que me costaría caminar.

Lo cual sería genial, ya que así no podría acompañarlo al aeropuerto y él no podría marcharse.

Me puso unas manos ardientes en las caderas, unas manos grandes y fuertes que mi cuerpo fantaseó con sentir por todo él, dejando en mi piel unas huellas imposibles de borrar y que todo el mundo pudiera ver. Si no iba a estar conmigo durante el siguiente año para hacerme disfrutar, más le valía dejar mi ansiosa piel lo suficientemente satisfecha como para que pudiera sobrevivir sin deshacerme.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora