Sherezade podía sentirse muy afortunada por lo generosa que estaba siendo su hija, permitiendo que su reinado de la belleza se extendiera más allá de su pubertad. Sabrae estaba espectacular esa noche, su pelo ondeando suavemente al viento igual que las olas del mar al que homenajeaban esos zapatos que se ocultaban debajo de la mesa, pero que yo notaba acariciándome las piernas en promesa de lo que iba a pasar esa noche.
Estábamos en la azotea del Savoy, en una de las terrazas más exclusivas de la ciudad. Cuando me había dicho que la cena corría de su cuenta al negarme yo en redondo a que pagara su parte de la habitación, ya me había dado cuenta de que me esperaba un banquete acorde con el estatus de mi chica, ése que yo había decidido ignorar y que me había dado una bofetada de realidad cuando la había visto subirse al escenario y ver a noventa mil personas coreando su nombre, uno de los pocos nombres grabados en la placa de un Grammy entre comillas y ocupando la parte central, en lugar del pie.
Pero jamás me habría imaginado que Saab aprovecharía para llevarme literalmente al cielo antes incluso de quitarse la ropa. Todo lo que estaba viviendo me parecía surrealista, como si estuviera en un sueño del que no podía y no quería despertarme. Me había conducido directamente hacia el vestíbulo del hotel, luciendo su indumentaria en un metro en el que absolutamente todos los hombres (y alguna que otra mujer) me habían mirado con el odio con el que sólo los celos te hacen mirar a la persona que tú sabes que no se merece a quien tiene al lado, alguien a quien le ha tocado un premio más importante que mil loterías, alguien que tiene más suerte que el resto del mundo junto. Y, cuando habíamos salido de la boca de metro y había echado a andar agitando bien las caderas en promesa de lo que me haría hacerle esa noche, yo me había quedado plantado como un bobo delante de ella. Conocía la dirección; la había recorrido un millón de veces en mi cabeza, fantaseando con cómo nos enrollaríamos en el metro y a duras penas podríamos llegar a cruzar las puertas del ascensor con un mínimo decoro. Sobra decir que ni siquiera tenía pensado que ella llegara vestida a la habitación que había reservado. No era la suite nupcial de mi cumpleaños, pero tenía lo suficiente como para conseguir que me prometiera esperarme dentro de un año.
No contaba con que ella tuviera otros planes para el mismo escenario, unos cuantos metros por encima de donde yo pensaba hacerla surfear las estrellas.
-Creía que habías quedado en que la comida hoy corría de tu cuenta-le había dicho yo, arqueando una ceja al verla atravesar con decisión el vestíbulo del Savoy en dirección a la recepción. Sabrae me había sonreído por encima del hombro, apartándose el pelo a un lado de manera que cayera en una cascada de azabache sobre uno de sus hombros y me había guiñado el ojo.
-Y eso pretendo hacer. Para una vez en que aceptas ser el mantenido de la relación...-y me sacó la lengua.
La verdad es que a mí no me habría importado subir directamente a la habitación. Ya tendría tiempo de sobra de atiborrarme a comida cuando estuviera en el avión para tratar de llenar de alguna forma el vacío que ella iba a dejar en mí.
La tarjeta de la habitación que nos habían asignado, en el tercer piso, descansaba sobre la mesa y reflejaba cada uno de los movimientos de Sabrae a la luz de las lámparas de un sutil LED que fácilmente se harían pasar por estrellas. Esas estrellas artificiales arrancaban destellos dorados de la piel de bronce de Sabrae, besada por el sol de una forma en que ni siquiera yo sería capaz de hacer que luciera la melanina que la hacía ser quien era. La brisa de la noche, una disculpa muy agradable para el calor que podía llegar a hacer en nuestra capital, agitaba suavemente la gasa de su blusa blanca igual que una bandera de esperanza después de una travesía interminable por un océano sin piedad, o como las olas en Mykonos.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...