Capítulo 76: Midas.

26 3 1
                                    


Sólo nos quedan 10 minutos, pero... ¡feliz cumple de Alec a todas!

No estaba acostumbrada a mirar a Alec y ver en él las puertas cerradas de un museo, en lugar de la exposición amplísima y rica que siempre albergaba dentro. Siempre me había resultado fácil saber qué era lo que le pasaba: quizá no podía ver el cuadro completo, ya que también era capaz de esconderlo tras un espeso velo con el que pretendía no preocuparme, pero siempre había sabido más o menos en qué dirección se encontraba la tormenta para poner rumbo hacia ella y salvarlo.

Igual que nunca nos habíamos sumido en un silencio incómodo que sintiéramos la necesidad de romper. Incluso al principio de nuestra relación, cuando las ansias de descubrir los recovecos del otro habían hecho de los silencios fracasos, habíamos podido disfrutar de la presencia del otro como lo que era: un regalo del destino, una hermosa y deliberada coincidencia.

Hasta ahora.

Había salido de hospital como una fiera domesticada a la que acababan de liberar del circo, y que se encontraba con unos sentidos demasiado acostumbrados a la rutina que no eran capaces de asumir las novedades del mundo moderno, los estímulos que conllevaba el recuperar su esencia. Me había cogido de la mano como un fantasma, apretándome apenas los dedos cuando antes lo hacía con la fuerza necesaria para hacerme saber que todas sus células concentraban su atención en mí, pero no la suficiente como para hacerme daño. Había asentido con gesto distraído cuando yo le había propuesto los planes del día: ir a comer, dar una vuelta, acercarnos hasta los iglús; y cuando le había añadido "y lo que surja", coqueteando con tanto descaro que me sorprendió que los chicos en un radio de un kilómetro a la redonda no cayeran rendidos a mis pies, Alec me miró y me dedicó una sonrisa fantasma. El sexo parecía ser lo único que arrancaba una respuesta más intensa que las demás, e incluso aquella era apenas una pincelada de lo que antes había sido un cuadro más elaborado.

-¿El Imperium está bien?-pregunté, lanzándole el guante de un buen recuerdo con el que esperaba que pudiera anclarse en el presente. Pero no lo recogió.

-Lo que tú quieras, bombón.

Bueno, al menos me había llamado "bombón". Se acordaba de mi nombre. Ya era un avance.

Me dejó elegir también el menú, y ni rechistó cuando le pedí irnos a la mesa más apartada, en una esquina, en lo que yo pensé que sería un intento por abrirse conmigo y contarme lo que le pasaba. Pero ni por esas: nos terminamos la lasaña y los espaguetis, que comió tan despacio que supe que tenía el estómago cerrado, pero a los que no renunció para no preocuparme, y mientras esperábamos a que nos trajeran el postre, ni me invitó a sentarme en su regazo ni hizo amago de venir a sentarse en el sofá que ocupaba, subiéndome él mismo sobre sus rodillas. Simplemente cogió su cuchara y se puso a juguetear con el helado desde el otro lado de la mesa, la vista fija en uno de los regueros de chocolate mientras lo esparcía por su lado.

La última vez que nos habíamos comido un helado así, con cucharas separadas y cada uno en una silla, todavía no nos habíamos acostado. De hecho, si mal no recordaba, yo no había parado de protestar mientras lo hacíamos, y a él le había parecido divertidísimo todas y cada una de mis quejas porque no me parecía bien tener que aguantar a un gilipollas como él llenando de babas mi comida, aunque fuera comunitaria y no fuéramos los únicos hinchándole el diente.

Con lo único con lo que reaccionó, y lo hizo a duras penas, fue cuando nos trajeron la cuenta. Ya que no le dejé que me invitara porque ya lo había hecho en Mykonos, por lo menos, me dijo, debía dejar que pagara su parte, así que depositó un billete de cincuenta libras encima de la bandejita con el ticket y puso los ojos en blanco cuando yo le envié la cantidad exacta que me correspondía, peniques incluidos, sin redondear a la baja para que la cifra fuera más redonda.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora