-Dylan y yo nos conocimos el último invierno que pasé en la casa que compartía con el padre de Alec y Aaron-empezó mamá, y Mimi se revolvió en el asiento, poniéndose cómoda. Le encantaba escuchar la historia de cómo se habían conocido sus padres, nuestra familia, a pesar de que mamá siempre la empezaba de la misma forma: como si fuera un cuento.
Como si estuviera ensayando para el día en que tendría que explicarle a la chica de la que su hijo estaba enamorado de dónde veníamos todos, cuál había sido el camino a recorrer hasta llegar al punto en el que nos habíamos cruzado, qué esperanza estábamos viviendo ahora que ni siquiera teníamos en el pasado.
Me giré para mirar a Sabrae, cuya cara de sorpresa había mudado rápidamente en un gesto de profunda concentración, conectando las piezas unas con otras. Habíamos hablado de lo que mi padre había supuesto en mi vida en una de nuestras primeras noches juntos, pero no habíamos profundizado mucho en lo que había supuesto para mi madre, o para mi padrastro, o incluso para mi hermana.
Deseé un único segundo que Sabrae tuviera una actitud abierta, que le diera tiempo a mi madre para explicar lo que en un principio parecía un acto censurable, pero que en realidad no era más que el único acto de salvación que se había permitido dedicarse a sí misma. Después, cuando ese segundo pasó, me acordé de que Sabrae era inherentemente buena. Que no juzgaba a las personas, siempre daba todas las oportunidades que le pidieras... y el feminismo en el que la habían educado haría que no viera en lo que mamá estaba a punto de contarle como una historia con luces y sombras otra cosa que no fuera una historia de salvación.
Así que estiré la mano hacia ella, dejándosela bien cerca para cuando las cosas se pusieran feas, y me volví para mirar a mamá, cuya expresión de controlada angustia por haber visto de lo que éramos capaces sus hijos (Aaron, sí; pero también yo) se convirtió pronto en esa mirada soñadora de quien cuenta su cuento de hadas preferido.
-Hacía muchísimo frío ese día. Llevaba nevando casi una semana, y a pesar de que me encantaba llevar a los niños al parque a jugar con la nieve en mis días de descanso o en las tardes en que no tenía que trabajar, lo cierto es que, esa vez, me gustaba un poco menos que de costumbre. El Starbucks al que siempre iba durante mi pausa para el café estaba cerrado, de modo que no me quedó más remedio que ir al del centro comercial en el que trabajaba, que estaba más hasta los topes que nunca: no cabía ni un alma, y ni siquiera las camareras tan amables que siempre estaban atentas para señalarme un hueco libre antes que a otro cliente un poco menos habitual que yo habrían sido capaces de encontrarme un hueco. Y eso que eran auténticas expertas.
»Pero entonces, le vi-mamá miró a Dylan, que le dedicó una sonrisa resplandeciente a pesar de lo comedida que era-. O, más concretamente, vi el hueco que había frente a él en la pequeña mesa en el rincón en el que estaba sentado. Detestaba tener que hacerlo, pero no me quedaba más remedio: era molestar a un desconocido aparentemente inofensivo, o quedarme sin café. Lo cierto es que incluso me daba un poco más de lástima por él que por ningún otro: estaba demasiado ocupado en su sándwich de huevo y queso y en el periódico que tenía entre las manos como para dejar que el bullicio le molestara, y yo no quería perturbar esa paz. Odiaba el Starbucks de mi centro comercial precisamente por eso: nunca había ni un instante de silencio en el que pudieras saborear tu café a gusto, sin tener que concentrarte en la sensación de tu paladar en lugar de la de tus oídos. Pero, como te digo, no me quedaba otro remedio. Necesitaba desesperadamente un café, como las abejas necesitan que llegue la primavera o tú y Alec necesitáis estar juntos.
Una leve sonrisa titiló en el rostro de mamá, y Sabrae y yo nos miramos, entendiendo cuánto necesitaba mamá ese café aquel día de invierno de hacía tantísimo tiempo. Dieciséis años, nada más y nada menos. Más de lo que Sabrae llevaba respirando. Más de lo que yo llevaba siendo un hermano mayor.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...