Desembarcamos en Capri al atardecer, con el cielo pintándose de los colores de la primavera y la felicidad mientras las farolas que se desperdigaban por la isla comenzaban a encenderse con pereza, igual que luciérnagas que vivían mejor de vacaciones con el mundo cobijado bajo el imperio del sol.
Y, a pesar de que llevaba casi dieciocho horas despierto y todavía nos quedaban unas cuantas antes de poder irnos a la cama, seguía tan pendiente de Sabrae como desde que nos levantamos a primerísima hora de la mañana; tanto que nos cruzamos con gente aún en el auge de sus fiestas en lugar de los primeros trabajadores municipales a los que estábamos acostumbrados. El trayecto desde Roma hasta la zona de Nápoles era de los más largos que habíamos hecho en el circuito, de dos horas y media en la que el bus no paró más que en los semáforos del principio y el final. Habíamos abandonado una Roma aún dormida y rodeamos un Nápoles que se despertaba poco a poco, en dirección a Pompeya, a los pies del Vesubio que parecía vigilarlo todo con atención y magnanimidad. Sabrae había cogido una chaqueta vaquera con la que se había tapado los hombros y se había dedicado a dormitar sobre mi regazo durante el viaje, perdiéndose un amanecer que yo grabé para ella, en los videomensajes de siempre, pero se había puesto unas zapatillas de lona blanca, unos shorts vaqueros de color gris ceniza, y una camiseta de tirantes negra que había cruzado a la espalda de manera que no necesitaba sujetador. De nuevo, había combinado sus ganas de estar guapa para las fotos que colgaría en Instagram con su necesidad de ir cómoda, y a mí me tenía babeando.
Apenas nos había dado tiempo a revolotear y explorar las ruinas de Pompeya cuando tuvimos que volver a subirnos al autobús y pusimos rumbo a Nápoles. Sabrae estaba exaltada, corriendo de un lado a otro y pidiéndome que le hiciera fotos mientras hacía poses muy específicas que, a continuación, le enviaba a Sherezade para picarla: tardé varias horas en darme cuenta de que estaba imitando las posturas de su padre en una serie de fotos que le habían hecho junto a su novia de la época, Gigi Hadid, la única chica a la que Sher tenía envidia porque su relación con Zayn había estado a un pelo de solaparse con la de la modelo.
-Me ha bloqueado-proclamó orgullosa Sabrae, enseñándonos a todos la conversación con su madre en la que las fotos iban seguidas de mensajes cargados de emoticonos rojos y naranjas chillones, en la que ya no podía ver ni el estado de conexión de su madre, ni su foto de perfil-. ¿Me dejas tu teléfono?-preguntó, aleteando con las pestañas en mi dirección.
-Ni hablar-le dije, guardándomelo en el bolsillo lo más rápido que pude, ya que la conocía lo suficiente como para saber que no se andaría con miramientos si quería pinchar a alguien de su familia, entre lo cual contaba, por supuesto, mangarme el móvil cuando yo no mirara.
Supongo que podría haber aprovechado ahora, cuando tenía la piel resplandeciente a causa del atardecer, y una sonrisa radiante le cruzaba la cara, haciendo que sus ojos brillaran con una luz con la que ni tan siquiera el sol podía competir. Joder, llevaba todo el viaje estando tan jodidamente preciosa que no sabía cómo iba a hacer para subirme al avión de vuelta a casa. Pensar siquiera en África quedaba descartado, sobre todo con lo bien que nos lo estábamos pasando. Descubrir el país que más interés me había despertado en toda mi vida con la chica que más especial sería en mi vida era un sueño que ni sabía que tenía; todas las mañanas me despertaba dando gracias a esos caprichos del destino que habían terminado haciendo que Sabrae me acompañara en este viaje, en lugar de venir simplemente con Mimi.
Saab se apartó el pelo de la cara, analizando la isla como quien visita a una cariñosa abuela que vive al otro lado del mundo y a la que sólo vio en su más tierna infancia, cuando los familiares desfilan por tu vida para comprobar que eres real, y no sólo un sueño. Podía ver cómo sus ojos escaneaban la silueta de la isla, comparando con los recuerdos borrosos que se agolpaban en su memoria. Hacía más trece años que Sabrae no pisaba aquella isla, y sin embargo podía ver el reconocimiento que había en esas lágrimas que se agolpaban en sus ojos mientras se tomaba un momento para admirar la isla. Un momento más largo que el resto de nuestros compañeros de viaje, que apenas se detenían en el muelle gastado por el embate de las olas y la sal que flotaba en el ambiente. El momento de reencuentro con alguien especial, alguien que no sabías cuánto te importaba que no lo has vuelto a tener delante, como si echar de menos fuera el estado de salud plena del que sólo eres consciente una vez enfermas.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...