Lo que el doctor Moravski se encontró al lado de su paciente más célebre y visitado era una estatua de sal. Una esfinge de mirada perdida, cansada de mirar al vacío y tratar de encontrar una explicación, el por qué en torno al cual orbitaban los axiomas de las religiones, tanto modernas como antiguas. Un cascarón vacío, al que ya no le quedaban más lágrimas que derramar, pero aún húmedo de ese dolor, tristeza y culpabilidad que me aguijoneaban el pecho, diciéndome cosas que yo no podía procesar: que lo que había sucedido era, en parte, culpa mía.
Que si los accidentes eran fruto del azar, era porque alguien los propiciaba, y ese alguien era yo.
Las palabras de consuelo de la enfermera justo después de haberme soltado aquella bomba habían sido como el aleteo de un mosquito al otro extremo de la habitación: lo notabas, sabías que estaba ahí, pero eras incapaz de definirlo. No habría sabido decir si había hablado conmigo en inglés, urdu, o arameo. Para mí, todo sonaba igual desde entonces: balbuceos ininteligibles que no tenían ni pies ni cabeza, bromas que hacía el mundo en torno a mi estado de salud, mi corazón, mi vida, todo. Habría soportado que el universo entero se derrumbara sobre mis hombros, pero no sobre los de Alec. De todas las personas que había en el mundo, él era quien menos se merecía estar en esta situación. Yo debería ser la que estuviera postrada en esa cama, existiendo sin ser, viviendo en un limbo en el que no sabía si se experimentaba o no dolor.
Habría podido sobrellevarlo. Sería capaz de sobrevivir a tener que venir todos los días, cogerle de la mano y acariciarle los nudillos mientras le susurraba palabras de ánimo. Envejecería a los pies de esa cama si él me lo pedía.
Pero no podría sobrevivir a mis dudas. No podría sobrevivir a que Alec se despertara, me mirara, y sus ojos ya no fueran los suyos. Se me encogía el estómago al pensar que puede que el chico del que estaba enamorada no viviera más que en mis sueños y sólo pudiera visitarme en mis recuerdos: nada de reírnos al atardecer, acurrucados el uno contra el otro en un millón de escenarios diferentes; nada de picarnos, nada de hacer el amor. Seríamos completos extraños el uno para el otro. Quién sabía si Alec podría recordar quién era yo, o siquiera entender quién era él mismo. Quién sabía cuánto tiempo tardaría en descomponerme en las partículas más pequeñas al ver que Alec ya no era Alec.
Si Alec se despertaba, pero ya no era Alec, ¿yo le querría? Porque de poco servía la concha de la ostra; lo verdaderamente importante en ella es la perla, y si la concha era su cuerpo, la perla de Alec era su alma. El brillo que destilaba por las mañanas, recién levantado, con el pelo alborotado y la voz ronca por el sueño mientras se estiraba, feliz de recibir un nuevo día y de que lo pasáramos juntos. Su ilusión cuando abría un paquete de regalices rellenos nuevo; cualquier paquete, en realidad, era más que suficiente para despertar al niño que había en él. La poca paciencia que decía tener, mis capacidades para agotársela, y el aguante que tenía a todas y cada una de mis tonterías. Su generosidad, cómo ponía siempre a los demás antes que él: en lo único en lo que no perdonaba era en la comida, porque era en lo que más se fijaba la gente, y no se perdonaría nunca que los demás tuvieran un concepto de él al que él creyera que no podía llegar.
La satisfacción con que me guiñaba el ojo y me sonreía cada vez que volvíamos a verlos, sabiéndose dueño absoluto de mi corazón, mi cuerpo y mi placer. La chulería con la que presumía de lo poco que le había dado la madre naturaleza que no era mérito suyo, su cuerpo. Su furia defendiendo a quienes le importaban de las injusticias. Su gesto de concentración cuando reparaba algún objeto. Sus bufidos cuando yo le tomaba el pelo cuando no estaba el horno para bollos. Su sexto sentido para saber exactamente qué necesitaba, y dármelo: apoyo, mimos, sexo, o simplemente alguien que me abriera los ojos y me hiciera entrar en razón. Alguien por quien tener complejos, y sin embargo que consiguiera hacerlos desaparecer.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...