Uno de los momentos en que veía con más claridad lo mucho que se querían mis padres, lo importante que eran el uno para el otro y la necesidad que tenían de estar juntos era cuando venían de las entregas de premios, eventos o fiestas a los que acudían juntos. Mamá y papá no sólo estaban radiantes y parecían más enamorados que nunca, gracias, en parte, al alcohol, y a esa sensación de euforia que siempre sigue a los triunfos en sociedad de una pareja joven y exitosa como ellos lo eran. No sólo me encantaba verlos salir por la puerta hechos dos pinceles, escucharlos reírse mientras entraban en el coche y ver cómo papá le cogía la mano y le daba un beso en el dorso a mamá, o cómo ella le acariciaba la cara y le decía que le quería mientras sus ojos brillaban más que los pendientes de diamantes que le colgaban de la oreja.
Me encantaba verlos llegar. A veces, incluso me acurrucaba en el sofá con Shasha a la espera de escuchar el coche en el camino de entrada, para así poder ver cómo continuaban la fiesta lejos ya de la gente, los focos y las cámaras. Entraban dándose besos, riéndose y comentando las gracias que habían presenciado ese día, y nos sonreían con amor cuando nos descubrían allí, porque sabían qué era lo que queríamos: saber hasta el último detalle de lo que habían hecho, y ver cómo papá le daba un masaje en los pies a mamá.
Él lo hacía como si hubiera nacido para eso, como si le gustara más hacerle de masajista a mamá que hacer música o ser nuestro padre, pero la sonrisa que le cruzaba la boca no era sólo por poder seguir en contacto con ella, sino por el alivio que le proporcionaba a mamá. No; aquél era uno de los pocos momentos en los que papá no la tocaba por el simple placer que le producía sentir la piel de ella en la suya, sino por el efecto que tenía en mamá. Ella sonreía, cerraba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás y suspiraba, y Shasha y yo nos reíamos e incluso nos atrevíamos a decirle que estábamos demasiado acostumbradas a oír esos sonidos procedentes del piso de arriba como para considerar aquel contacto como algo inocente.
Pero lo era. Sabíamos que lo era. Al igual que había sospechado que mamá exageraba su dolor para poder aprovechar un poco del lado protector de papá. Estaba acostumbrada a llevar tacones; eran el uniforme de su trabajo, el calzado de su día a día: era imposible que le afectaran tanto.
La noche de la graduación de Alec y Scott descubrí que me equivocaba. No sólo mamá no exageraba su dolor, sino que se esforzaba en controlarlo para no asustarnos a Shasha y a mí.
Creo que nunca, jamás, me habían dolido tanto unos zapatos. No recordaba que me dolieran así ni las botas que había llevado durante Nochevieja, aunque, claro, el tiempo que había pasado inconsciente esos días había hecho que no tuviera una referencia clara de hasta qué punto las había llevado puestas y poder hacer una comparativa con ese dolor. Aquellos zapatos blancos con dibujos azules que imitaban al cielo dolían igual que si me hubiera caído de él directamente sobre las plantas de los pies, cada centímetro de mi piel, cada conexión de las articulaciones, ardiéndome hasta el punto de que me apetecía llorar.
Supe que no aguantaría mucho más con ellos la primera vez que me senté a solas. No fui plenamente consciente de cuánto me estaban doliendo los zapatos hasta que dejé de notar la presión de mi cuerpo sobre ellos cuando, por fin, posé el culo en el sofá. Alec estaba dando vueltas aún por la pista de baile, dejando que sus amigas lo llevaran de un lado a otro, y el resto de las chicas que podían hacerme compañía estaban tratando de encontrar un acompañante digno de ellas o, con suerte, acurrucándose en los brazos de las personas de las que estaban enamoradas. Cerré los ojos con fuerza y cometí el primer error de la noche, el más típico de una principiante: me descalcé.
Exhalé un gemido cuando subí los pies al sofá, las piernas dobladas en una de esas posturas casuales que adoptas cuando estás en un entorno conocido y en un ambiente cómodo, bastante poco apropiado para la situación en la que estaba, pero era la única forma de poder comprobar si tenía alguna herida. Notaba los dedos entumecidos y me costaba un poco moverlos; tenía una rozadura muy fea en el meñique, y la piel de la planta hipersensible, con una dureza que me ardería como un incendio forestal cuando me atreviera a caminar descalza que no estaba ahí hacía unas horas, cundo me pinté las uñas a juego con el bolso y los detalles de los zapatos.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...