Capítulo 8: El Más Allá©

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Vale. Vale, vale, vale, vale. Vaaaaaaaaaaaaaaaale, vale, vale, vale, vale.

Igual había que cambiar de estrategia; estaba claro que lo que yo había creído que sería el faro de esperanza que todos a mi alrededor necesitaban para seguir creyendo que yo continuaba ahí, al otro lado de un velo que no podíamos atravesar, sería seguir dando señales de vida. Y lo único que podía hacer para conseguir que mi hermana, mi madre, mi chica y el resto de personas que desfilaban ante mí día tras día era, precisamente, intentar arrancar de mi cuerpo esos patéticos espasmos que me costaban un triunfo.

Claro que nunca habría pensado que esos espasmos habrían hecho que quienes me velaban se preocuparan aún más por mí.

Así que el moverse quedaba más que descartado, básicamente porque no quería que me abrieran el coco en canal para ver qué me pasaba. Porque, si me metían de nuevo en quirófano, para empezar tendrían que raparme la cabeza, ¿no? No había visto ninguna película sobre enfermos terminales en las que simplemente les sierren el cráneo y se lo abran como quien parte un melón en primavera; el melón siempre era un coco al inicio, un coco al que se depilaba para que terminara brillando con la cobertura impecable de la familia de las sandías, y luego se procedía ya a utilizar la motosierra.

-No le hagas caso, nena-me arrodillé frente a Sabrae, deseando tocarla, pero descubrí que me había convertido de nuevo en un ser de aire incapaz de ejercer presión en nada. Odié mi nueva forma una vez más, pero ahora tenía cosas más importantes en que concentrarme: consolarla, así que ya me ocuparía de mi estado gaseoso más adelante-. Vamos, no te pongas así. Sabes que tengo la cabeza dura como una piedra. Y no es que el tema de las lesiones te pille desprevenida, ¿verdad?-sonreí, estirando la mano para pellizcarle la barbilla, recordando demasiado tarde que ninguno de los dos estaba realmente ahí para el otro-. No has parado de decirme a lo largo de estos meses que me faltaba un verano-me encogí de hombros, riéndome, mientras las lágrimas de Sabrae manaban de sus párpados arrugados como géiseres invertidos, obedientes a la gravedad. Odiaba esas cascadas de sal que le dividían las mejillas en cuatro cuartos que yo me moría por mordisquear.

Lo que acababa de decirle no era mentira. Yo disfrutaba diciendo tonterías para que los de mi alrededor se rieran, sin importarme si era por lo que había dicho o incluso a mi costa: esparcir felicidad era mi objetivo prioritario en la vida, y con Sabrae lo tenía todo mucho más fácil. No había cosa que dijera que a ella no le hiciera gracia, como si pudiera escuchar la nueva sintonía en la que vibraban nuestras mentes y tocar siempre el tono adecuado para conseguir hacer música.

Y cuando esas notas eran particularmente divertidas, Sabrae reía, ponía los ojos en blanco, y achacaba su diversión a que era imbécil perdido. A lo cual yo no le discutía, pues viendo el tiempo que había tardado en fijarme en ella aun teniéndola delante no podía abogar por mi inteligencia.

-Alec, eres imbécil-me decía.

-Eres tontísimo.

-Eres lerdo.

-Te falta un verano.

-Eres retrasado.

-Qué tonto eres-aquella era mi frase preferida, porque solía venir acompañada de una risita más baja que las demás, una caricia de sus dedos en mis mejillas mientras me tomaba de la mandíbula y me acercaba a ella para darme un beso en los labios, etéreo como los amaneceres que compartíamos juntos, frágil y hermoso como el vuelo de una mariposa.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora