Capítulo 91: Trescientos sesenta y cuatro insomnios.

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Los barrotes de hierro estaban cálidos al tacto, todavía conservando el calor del último de los días de verano para mí, y haciendo que los envidiara: al contrario que ellos o el océano después de batir récords de temperatura en época estival, yo no iba a transicionar por un otoño dulce en el que pudiera ponerme faldas ocres y granate por encima de la rodilla y blusas vaporosas en los mismos tonos de los que se teñían los árboles. Yo ya estaba en el invierno, el invierno más crudo de mi vida, uno en el que el sol jamás se levantaría por el horizonte.

Trescientos sesenta y cuatro días, me dije mientras miraba cómo el avión en el que iba Alec enfilaba por la pista de aterrizaje, deslizándose tranquilamente por el asfalto recalentado, mientras el cielo se teñía de rosa y dorado. Es dorado, es líquido, se mueve y está vivo.

El avión se colocó recto en la pista mientras otro levantaba el vuelo, abriendo paso en las nubes para la mayor catástrofe de mi vida. Las ventanas eran como agujeros en una calabaza de Halloween demasiado perfectos para no ser intencionados, pero tan pequeños que no causaban el efecto de dar miedo, o por lo menos no en alguien que no supiera lo que iba en ese avión. Conté las luces para calcular las filas, y mis ojos se anclaron en la del asiento de la quinta fila en el momento en que una sombra cambiaba su forma, un huevo que eclosionaba en una luna creciente. Se me detuvo el corazón por un instante, pensando en las posibilidades, en la manera en que todo mi ser parecía responder a esa llamada que yo ni siquiera era capaz de escuchar. ¿Sería él, o mis esperanzas estaban modelando mi visión?

El minuto de cortesía que unos aviones se dejaban entre sí se me hizo eterno, y cuando los motores empezaron a rugir, calentándose para el inicio del vuelo, mis dedos se aferraron contra los barrotes de hierro del aeropuerto que impedían que pasaras a la pista de despegue.

El avión empezó a moverse; primero con parsimonia, luego, con más y más decisión. Mientras se acercaba hacia el final de la pista con el rugido de un dragón presto a ir a la batalla, se me revolvió el estómago al pensar qué sería de mí si ese avión no conseguía despegar. Había algo demasiado precioso en su interior, ¿y si se fastidiaba todo por la manera en que mi alma suplicaba que Alec no se fuera?

El avión levantó el morro y empezó a escalar hacia el atardecer, las alas balanceándose a un lado y a otro, como si por muchos kilómetros que recorrieran fueran incapaces de creer aún en su poder. Ascendió rápidamente en dirección hacia las nubes de algodón de azúcar que se esparcían perezosas por el cielo, la lluvia que albergaban descendiendo por mis mejillas, los manantiales que eran mis ojos muy atentos de cada detalle del despegue de Alec. El avión se convirtió en un reflejo sobre el horizonte mientras giraba, y cuando terminó de hacerlo, en la sombra de un submarino que se había equivocado de medio.

Tuve que girarme sobre mis talones para poder seguir su trayectoria, soltando así los barrotes y dejando mis manos libres para que cualquiera las agarrara. Todavía notaba el sabor de sus labios en los míos, su olor corporal haciéndome cosquillas en la nariz, el peso de su cuerpo anclando el mío en el colchón. Mi nombre en su voz, sus dientes en mis senos, su miembro en mi sexo, y sus manos en las mías cuando salimos de la habitación del hotel.

Unos dedos largos y demasiado delgados para ser los de él recorrieron mi palma y buscaron el hueco entre los míos. Ni Mimi me miró ni yo la miré a ella cuando cerré los dedos en torno a los suyos, detestando que su mano no se pareciera a la de su hermano y, a la vez, consolándome en que al menos era la mano de un Whitelaw. No del que yo quería o necesitaba, pero de un Whitelaw al fin y al cabo. Por mucho que te apetezca bogavante, tu boca no le hace ascos al pan cuando llevas días con el estómago vacío.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora