La maleta de Sabrae repiqueteaba contra el suelo de adoquines desgastados por el paso de procesiones de turistas y pescadores durante siglos y siglos y la acción del viento, la marea y los temporales a partes iguales, pero a ninguno de los dos nos importaba. Yo no había traído una maleta de ruedas precisamente por eso: los veranos peleándome con las piedras del suelo me había hecho aprender que cargar con algo era mejor que arrastrarlo por esos caminos empinados, pero, claro, Sabrae era tan pequeña y quería llevar tanto equipaje que sería imposible pedirle que se llevara una bolsa cargada al hombro.
Además, me gustaba esa sensación. Disfrutaba del sonido de sus pies caminando por delante del martilleo incesante de las ruedas de su maleta, porque no sonaba a turista, sino a ella. Creo que podría haber distinguido el ruido de sus ruedas de entre toda la orquesta caótica que componía Mykonos: las olas al fondo del pueblo, las voces de mis vecinos saludándose unos a otros, los coches rodando lentamente por los caminos, las escobas apartando la suciedad de los caminos blancos como la cal, o las campanillas de las ventanas, titilando con cada mínima ráfaga de aire; o el crujido de las celosías, el susurro de las hojas de las buganvillas rozándose y el tronar de las gaviotas surcando el aire en busca de un nuevo sitio donde posarse. Era molesto y hermoso a la vez, como si Mykonos fuera una cacofonía que te gustaba escuchar, un concierto de heavy metal que te relajara, la contaminación acústica de Londres hecha música.
Giré la cabeza para mirarla, comprobando que seguía en el mismo estado de asombro con el que se había bajado del ferry. Había estado bastante nervioso por si le había creado tales expectativas con Mykonos que ella hubiera construido una ensoñación en su cabeza imposible de alcanzar, pero cuando arribamos a puerto y vi su expresión, comprendí que me había preocupado para nada, y que incluso un desierto al que la llevara le parecería el rincón más paradisíaco del mundo simplemente porque se lo enseñaba yo.
Sin desmerecer a Mykonos, por supuesto. Es, con diferencia, la mejor isla de todo el mundo.
Por fin llegamos a mi casa, al final de una de las cuestas beige que iba rodeando la orografía de la isla y extendiendo el pueblo frente al mar, como si fueran las capas de una tarta nupcial. Me detuve y le di un apretón en la mano a mi chica cuando ésta siguió andando, con los ojos saltando de un lado a otro, analizándolo absolutamente todo, igual que un acróbata del Circo del sol que está a punto de ejecutar su número más peligroso y espectacular.
-¿Nena?-la llamé, y Sabrae puso los ojos en mí. Creía que su sonrisa no podía ensancharse más hasta que se dio cuenta de que yo era real, estaba ahí, enseñándole mi isla. Su expresión se dulcificó, su sonrisa extendiéndose y sus labios entrecerrándose un poco más-. Es aquí.
Arqueó las cejas, sorprendida, y levantó la vista para mirar mi casa. No le di tiempo a reponerse y que echara a andar detrás de mí; tenía muchas cosas que adecentar antes de dejarla pasar. No quería que viera la casa en el estado lamentable en que nos la encontrábamos cada verano, con el que parecía reprocharnos que no le hubiéramos dado el uso que se les supone a todas las casas: el de ser un hogar.
-Espera aquí un segundo, ¿vale?-le pedí, salvando la distancia que me salvaba de la puerta de dos zancadas. A diferencia del resto de veces que había atravesado la puerta, la sombra fresquita de la celosía que cubría la puerta y el perfume de las flores no me relajó, sino que me puso más nervioso aún. Sabía que Sabrae se fijaría en ellas, y no podría evitar comparar el exterior de la casa con el interior, y a mí me parecía evidente quién ganaría.
Descorrí todos los cerrojos de la puerta y la empujé con fuerza y cuidado. Chirrió y crujió ante la acción de mis manos, pero cedió como venía haciendo todos los años, arrojando un haz de luz sobre el pasillo de la casa. La abrí de par en par y atravesé el corto pasillo para abrir las contraventanas y las ventanas de la cocina. Volví por el pasillo en dirección al salón, de donde retiré las sábanas cubriendo los muebles, las hice una bola y las arrojé en una esquina de la cocina. Pasé a la habitación de mis padres, que conectaba con la cocina y el salón, y repetí la hazaña. Luego, subí a todo correr las escaleras en dirección a mi habitación y a la de Mimi, y tras pensármelo un momento, decidí juntar todas las sábanas en el mismo sitio para que Sabrae pudiera elegir qué habitación nos quedaríamos; la mía era más pequeña, pero tenía mejores vistas; la de Mimi era más grande y la más tranquila. Abrí y ventilé el baño del piso superior; caí en la cuenta de que no había abierto aún el del inferior, y bajé corriendo las escaleras, saltando los últimos escalones y girando tan rápido que escuché el pasamanos de madera de la escalera crujir ante el peso de mi cuerpo. Rezando porque no se astillara, tiré de la cadena, dejé correr el agua de la ducha hasta que dejó de salir turbia, y aclaré el plato para librarme del polvo. Cogí una escoba de la esquina y la pasé lo más rápido que pude por la casa, sintiendo no sólo la presión de tener que hacerlo bien, sino también de hacerlo rápido para que Sabrae no se impacientara.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...