Me sentía tan orgullosa de él que resplandecía, literalmente. Cada vez que me miraba al espejo, encontraba un dulce rubor en mi piel que no había estado ahí meses antes, como si mi cuerpo se hubiera convertido en una estrella que poco a poco se calentaba y comenzaba a cobrar luminosidad. En cuanto me sentaba frente al espejo de mi habitación, notaba los efectos secundarios de la esperanza manifestándose en mí como la culpabilidad de un asesino que se ha cobrado una venganza de la que siempre ha tenido dudas.
Las semanas se arrastraban poco a poco frente a nosotros, y sin embargo el horizonte inexorable de la época de las recuperaciones de Alec corría a nuestro encuentro a gran velocidad. A pesar de que hacía demasiado que no disfrutábamos de una tarde en la que fuéramos solo nosotros dos, tal vez sin ropa y definitivamente sin libros ni apuntes de por medio, cada vez estaba más cómoda y feliz con lo que estábamos viviendo.
Al principio, a Alec le había costado horrores adaptarse al vertiginoso ritmo de trabajo que yo le había impuesto. Acostumbrado como estaba a hacer lo que le daba la gana cuando le daba la gana, como le daba la gana, le había costado sangre, sudor y lágrimas (no literalmente, gracias a Dios, sobre todo en el tema de la sangre) interiorizar que ahora ya no podía asumir un papel secundario en las tardes de estudio, que no daba igual que sacara el iPad y se pusiera a ver vídeos en la biblioteca mientras yo hacía esquemas o subrayaba apuntes, que tenía que memorizar tanto o más que aquellos a los que había ido a acompañar. Varias veces me había tomado el pelo diciendo que la bibliotecaria se sorprendía de que supiera leer y escribir, y yo sólo había caído en la trampa de reírle la gracia un par de veces. A la segunda tarde en que se dedicó más a contar chistes para arrancarme una sonrisa y yo me di cuenta de que estaba más pendiente de qué tonterías se le ocurrían que de los libros que tenía delante, tuve que ponerme firme y volverme un poco borde para conseguir que se aplicara. Había sido muy duro para ambos, pero por fin Alec había cambiado el chip y ya sabía que, cuando entrábamos en la biblioteca, a lo más que podía aspirar era a que yo le lanzara un bufido después de darme un beso en la mejilla. Nada de mordisquitos en el cuello, ni susurrarme lo que quería hacerme en el baño, ni ponerme la mano en la rodilla e ir subiendo hasta acariciarme la cara interna del muslo aprovechando la llegada del buen tiempo y que me ponía vestidos cortos porque no soportaba la combinación de humedad y calor.
No, si quería que le contestara a los mensajes o le diera coba en las pocas ocasiones en las que accedía a ir a su casa.
También había sido muy complicado para mí. Las primeras veces en que había conseguido que se sentara y no cogiera el móvil en una hora seguida, Alec había querido una recompensa que se había ganado con mucho esfuerzo. Le costaba mantener la concentración con cosas que no le interesaban, y asignaturas que no le llamaban demasiado la atención pero que había cogido por no separarse de sus amigos podían hacérsele muy cuesta arriba. Yo había aprendido a apreciar cada resoplido de él al pasar a la página siguiente, cosa que me desesperaría en circunstancias normales, porque era el sonido de su resistencia. Era la manera en que decía "otra más, venga, Al, una más, tú puedes". Estaba convencida de que se animaba mentalmente pensando en el premio que yo le daría si conseguía ser un buen estudiante el tiempo suficiente; por eso se me hacía mucho más complicado decirle que no.
Cada vez me costaba más encontrar una excusa para no quedarme a dormir en su casa y convertir el sexo en una moneda de cambio, como Fiorella me había advertido que podía sucedernos, en lugar de algo de lo que disfrutábamos simplemente porque nos gustaba estar juntos. Podía resultar peligroso que Alec empezara a asociar los estudios con el sexo, porque eso supondría que no estaría haciendo las cosas por el motivo correcto o, siquiera, por la persona correcta.
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G u g u l e t h u (Sabrae III)
RomanceTras los meses de la más absoluta felicidad que ha experimentado Sabrae en toda su vida, ha tenido que aprender por las malas que no se le puede poner un vendaje al corazón para impedir que sienta. Lo hace de todos modos, y más intensamente, quizá...