Capítulo 3: Faraón.

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Quien dijera que "lo bueno, si breve, dos veces bueno", no se refería al mundo en sí. Estaba hablando de un tipo de felicidad muy concreto: esa felicidad ignorante y absoluta que te inunda los dos primeros segundos del nuevo día en el que te has despertado.

¿Sabes esos dos segundos después de despertarte en los que no tienes problemas, todo en tu vida está bien, y eres simple y llanamente feliz? Incluso cuando tu cerebro aún está un poco dormido (o, precisamente, porque aún está dormido), incluso cuando no sabes dónde estás, incluso cuando no sabes tu nombre. Esos dos segundos en los que no entiendes por qué tienes la almohada empapada, te duelen los ojos y te cuesta respirar.

A esos dos segundos se había reducido mi vida. No es que quisiera vivir en ellos, es que no tenía alternativa a vivir en otro lugar. Eran el único momento en que yo podía permitirme vivir.

Porque, cuanto se terminaron y vinieron los recuerdos del día anterior, mi corazón terminó de resquebrajarse. Los trocitos minúsculos en que se había roto la mañana anterior se hicieron incluso más pequeños, dividiéndose entre sí en un millón de pedazos, mientras por mi cuerpo un órgano inerte continuaba bombeando una sangre que ya carecía de propósito.

Hecha un ovillo al lado de mi hermano, recordé absolutamente todo como si lo estuviera viendo en una película horrible. La sensación de confusión cuando abrieron la puerta de mi clase y pronunciaron mi nombre. La despersonalización al escuchar la noticia que me había supuesto una lección importantísima. Ser incapaz de procesar unas palabras tan absurdas que la sintaxis parecía no aplicársele: "Alec ha tenido un accidente". La espera en el hospital. El tiempo arrastrándose hasta que llegó Scott. El tiempo arrastrándose entonces, cuando llegó mi hermano y me pudo sostener entre sus brazos. Sobrevivir sin vivir. Scott recomponiendo mis pedazos entonces, sobre una fría e impersonal silla de plástico que mi cuerpo había convertido en un objeto abrasador, sobre el que ya no podía seguir sentada durante mucho más tiempo.

Mi cabeza acunándose contra el pecho de mi hermano mientras mis lágrimas mojaban su hombro, igual que ahora mojaban la almohada, igual que mis sollozos sacudían la cama.

Scott tiró de mí para pegarme a él, susurrándome palabras de consuelo, despertándose con nada cuando nunca, jamás, habíamos sido capaces de despertarlo con nada. Había pasado de tener un sueño tan profundo como una hibernación, a estar ojo avizor incluso en sueños. Debía tener un aspecto tan malo por fuera como me sentía por dentro. Estaba completamente revuelta. Me sentía inútil, desesperada e incluso traidora.

Porque yo me había despertado, pero Alec, aún no. No debería estar durmiendo. Debería estar con los ojos abiertos para ver lo que nos correspondería a ambos. Tendría que estar a su lado, en la cama del hospital, todo el tiempo que las enfermeras, Annie y Mimi me permitieran; y, cuando no pudiera tener su mano entre las mías, mis dedos se aferrarían a la puerta de la UVI, presionando al tiempo para que transcurriera más rápido.

-Ya pasó-susurró Scott, acariciándome la cabeza y besándome la frente mientras dejaba que yo me desquitara con él-. Estoy aquí. Todo va a salir bien. Ya está.

Entonces, cometió el inmenso error de asumir que lo que mi mente fuera capaz de maquinar era peor que lo que tenía que procesar. Qué equivocado estaba. Por muy perjudicial que pudiera llegar a ser para mí misma, muy crítica o cobarde, nunca, jamás, habría sido capaz de imaginarme un escenario tan desolador como el que se me presentaba delante.

-Sólo ha sido una pesadilla-susurró, presionando sus labios contra mi piel. Su piercing me arañó la frente, pero aquello no era nada con el dolor que me provocaron sus palabras. Levanté los ojos y, como pude, logré enfocar a Scott.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora