Capítulo 1: Como siempre, Scott.

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La cabeza me daba vueltas. Me pitaban los oídos y sentía el sabor repugnante, metálico y frío de la sangre en la lengua. No recordaba haberme mordido, pero tal cual me encontraba, lo que me sorprendía era no verme las entrañas desparramadas por el suelo. Me sorprendía, incluso, ser capaz de seguir sangrando.

Todo mi interior estaba helado. El invierno, una estación que me encantaba por todo lo que implicaba (ropa mullida y cálida, tazas de chocolate caliente con una nube flotando en su superficie, luces de Navidad, nieve, y acurrucarse con tu persona preferida en el mundo a ver una película mientras el temporal descargaba al otro lado de la ventana), se había revuelto contra mí, pegándome un mordisco de esos que te dejan malherido. Más que un gato al que habías molestado en demasía, se parecía a un león dispuesto a devorarte. Pero no había tenido esa piedad que sí caracteriza a los depredadores. Ellos te matan, y luego te comen. Esto, no. Esto ni siquiera me había matado; la muerte era algo que envidiaba en aquellos angustiosos instantes, porque me libraría de aquel sufrimiento.

Sólo esperaba que él no estuviera pasando por lo mismo. Que si yo lo estaba pasando tan mal, fuera porque él no estaba sintiendo absolutamente nada, y el cruel universo exigía su ración de gore antes de irse a dormir la siesta.

Lejos, muy lejos, se escuchó el sonido de la sirena de una ambulancia al girar la esquina. Los coches de los alrededores, cada uno deseando su propia dosis de buenas noticias o, al menos, el consuelo de un diagnóstico, por desfavorable que fuera, se apartarían como insectos que evitan el matamoscas tratando de aplastarlos. El chasquido de las puertas batientes de las urgencias al abrirse fue la versión de los platillos del final de una pieza musical, cuando los celadores salieron a toda prisa para ayudar a empujar la camilla que pronto descendería del vehículo. Si esa persona sobrevivía o no, me daba igual. Bastante tenía con preocuparme de mi propia razón para estar allí, como para ser cívica e interesarme por los males ajenos.

Una lágrima ardiente se deslizó por mi cuello y se coló por el interior del polo de mi uniforme. Estaba asquerosamente blanco, igual que las paredes de aquel repugnante hospital: todo inmaculado, sin nada que te recordara más que la fragilidad de las vidas humanas. Parecíamos manchas en un suelo por lo demás inmaculado, como si nuestra presencia no sólo sobrara, sino que incluso resultara ofensiva. No éramos más que suciedad en un mundo blanco, una suciedad frágil y efímera que, por mucho que hiciera cosas hermosas, no terminaba de pertenecer a ese mundo, y por tanto debía ser erradicada.

De lo contrario, no se explicaba lo que le había sucedido a Alec. La información que nos habían dado era escasa y confusa: mientras hacía un turno que él consideraba sencillo, pues los repartos matutinos se hacen mayoritariamente en oficinas donde un conserje se encarga de enviarlo todo a su destinatario, un coche se lo había llevado por delante. Aún era pronto para llegar a ninguna conclusión, pero todo apuntaba a que Alec se había saltado un semáforo (lo cual era impropio de él, pues no tenía ninguna prisa en los turnos de mañana; sería diferente si fuera por la tarde, porque tendría un montón de cosas que hacer), casi con total seguridad. Como siempre, la culpa era de los motoristas, y no de los conductores, que iban por el mundo como si la calle les perteneciera. En las pocas ocasiones en que había ido con Alec en la moto, había podido comprobar que siempre había algún accidente a evitar, todo porque los conductores se sabían con las de ganar y no se preocupaban de los motoristas, que, como mucho, les abollarían el capó del coche en el caso de que se los llevaran por delante.

La enfermera que nos esperó en la entrada de urgencias para contarnos su situación y guiarnos a la sala de espera se había ido sin decirnos nada más, sin tan siquiera dedicarnos unas palabras de consuelo que fueran más allá del "es joven, se recuperará". Sí, sería joven, y a ninguno de los dos nos quedaba más remedio que él se recuperara, pero eso no quitaba de que le echaran las culpas. Lo sentía en el mismo edificio, en lo quieto que se mantenía. Mi mundo se desmoronaba y a nadie más que a la familia de Alec parecía importarle; no sólo eso, sino que, probablemente, incluso se alegraban de que hubiera una moto menos en el mundo incordiando a los conductores, colándose en los huecos entre coches para ponerse por delante en los semáforos.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora