Esa mañana Wellington se levantó con un humor pasable, nada del otro mundo, una que otra cara de disgusto a los sirvientes que caminaban por los pasillos entre risas, gracias a la confianza que Eleonor les brindaba. Una pequeña muestra de confianza hacia que los sirvientes se aprovecharan tan rápido cómo los cuervos a un cadáver, tan abusivos de cordialidad que enfermaban con tan sólo verlos.
Su mente al estar en medio de una grata conversación familiar, parecía navegar en otra parte. Realmente se sentía muy sólo, pero no, no podía arriesgar a conocer a alguien y abrir su corazón otra vez. Era una contradicción pura, no quería sentirse sólo pero tampoco quería estar con alguien.
Al contrario de la mañana anterior, ese día era bastante soleado, los pájaros cantaban, la iluminación entraba por las grandes ventanas. Una iluminación natural que hacía apreciar los finos muebles del hogar, el suelo oscuro con alfombras marrones de estampados, las infinidades de libros de abundaban por los rincones de estantes colgados.
—Esta mañana amerita un paseo por los valles, ¿no crees Thomas?—sugirió Eleonor mientras terminaba de bordar una nueva servilleta. Eleonor siempre fue fanática de la costura, y todo lo que creaba , lo guardaba en su colección de servilletas, pequeños manteles estilo crochet, calcetines para los nietos, gorros de lana para el frío y otras cosas que guardaba en un baúl que sacaría para el momento ideal.
—Querida, este sol nos va a matar. Además...¿que acaso no ibas a esperar a que llegara alguien buscando empleo aquí en la casa? —Thomas exhaló de su pipa por la nariz, ensanchando las fosas en el proceso. Thomas H. Collins, un hombre de cabello canoso y bigote estilo francés curvado hacia arriba color castaño oscuro, con un aire de que generaba respeto automático.
—No sé porque contratar más empleados, sólo somos tres viviendo en esta casa —intervino Wellington con cierto desdén, cruzado de brazos a la mitad de la sala, vestido con un traje informal, pantalones rectos color verde musgo, camisa blanca de cuello levantado y rodeado por un pañuelo de seda blanco, chaqueta de lino café, saco del mismo color de tres botones de bronce y zapatos de tacón bajo de cuero negro.
—Esa es mi decisión Will —fue lo único que Eleonor añadió, para después darle un sorbo a su taza de café caliente.
—Si me disculpan, iré a dar un paseo —se despidió Wellington tomando el sombrero de copa que yacía sobre el sofá frente a sus padres.
Salió de la casa, y contempló el cielo claro y despejado, el césped empezaba a crecer y las rosas sufrían del cambio de la estación, cayendo sobre el suelo. Se paseo por el extenso jardín lleno de rosas rojas, amarillas, blancas, rosas. Margaritas pequeñas tratando de sostenerse contra el más energético viento de las mañanas. Pero ese día era diferente, el sol quemaba cómo las brasas en el cielo limpio, no había más viento por el cual las margaritas tenían que soportar para mantenerse de pie.
Inhaló del aire fresco, y siguió su camino. Pasó por el establo donde los caballos descansaban y comían montañas de heno o descansaban bajo la sombra. Bajó la mirada hacia el césped y movió sus pies sobre el. ¿Que pensaba hacer con su vida?, tenía cuarenta años y sus padres le presionaban cómo niño pequeño para que obedeciera, no quería casarse, no quería que su corazón sufriera tal desengaño nuevamente, ya no podía confiar en nadie. El amor no era para él, su tiempo ya había pasado.
—Will, lamento la perdida de tiempo que le hice pasar. Yo, realmente todo lo que le dije no fue sincero, no puedo amarlo, jamás lo amé —había dicho la dama que robo su corazón con tanta violencia que lo desgarro y terminó por destruirlo. Esa dama, esa sonrisa, esos labios que le mintieron sin titubear sobre un amor falso.
Todos esos días que había pasado al lado de esa mujer, parecían tener más alegría y luminosidad, los días eran claros cómo el que presenciaba ahorita, sin viento que azotara a las delicadas flores que Wellington recogía en un cursi regalo para aquella dama. Y pensó que la señorita Caroline no tenía malas intenciones hacia él, pero más podía su razón que la soledad profunda del corazón.
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Wellington. [LGBT]
RomanceWellington Collins de cuarenta años, jamás contrajo matrimonio y el amor le parecía tonto. Todo gracias a una decepción amorosa en el pasado que marco profundamente su vida. Hasta que un día conoce a Allen Bell, un joven de veintiséis años de clase...