Capítulo 30

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Allen se dirigía a la casa de Jackson, sosteniendo una pequeña canasta de paja donde llevaba varios panecillos de mantequilla para los chicos. Esa mañana se levantó más temprano de lo normal para hacer las tareas de la casa (a pesar que su madre estuviera allí) y traer agua limpia del arroyo. Tuvo la extraña esperanza de encontrarse a Collins parado a un lado del árbol, con los brazos cruzados y una sonrisa encantadora.

Tenía esa pequeña ilusión en el corazón que lo hacia latir más fuerte, casi de tal manera que acaloró sus mejillas. Verlo allí nuevamente, poder abrazarlo y decirle lo mucho que lo quería, lo mucho que anhelaba estar a su lado, la confusión que sentía y el miedo generado por esos sentimientos. Le temía al deseo que carcomía su corazón de manera lenta, ese deseo de besarlo y abrazarlo, decirle cosas que no eran normales entre dos amigos.

No era normal quererlo demasiado, pensar en él antes de dormir, levantarse pensando en él. Preguntándose que estará haciendo la mayoría del tiempo, ahora que su madre no tenía la dicha de trabajar con los Collins, los días se sentían tan lentos, cuando anteriormente pasaban tan fugaces que ni siquiera se podía distinguir entre las emociones diarias.

Wellington ahora era parte de su vida por más que quisiera arrancarlo, no podía dejarlo atrás sin sentir que algo le hacia falta. Los días pasaban de manera monótona sin él a su lado, quería por lo menos tener algún tipo de pretexto para así verle unos minutos. O que él se apareciera en su casa a comprar pan, y por casualidad del destino se quedaran charlando por largos minutos, allí su mirada se detendría sobre aquel rostro serio, detallando cada poro si es posible.

Collins era un hombre fascinante, alguien serio y misterioso a la misma vez, no era amargado, le gustaba reír, eso lo sabía. Sus chistes eran horribles al punto que lo molestaban pero tenía su característica única. El doctor Williams no era bueno contando chistes, en cambio ni llegó a causarle el mismo sentimientos cómo cuando Wellington los contaba. Había algo especial en su manera de hablar que lo cautivaba y a la misma vez lo hacia perder la paciencia.

Odiaba a Collins, a veces era tan engreído y esa tonta sonrisa de niño al momento de hacer una travesura lo enojaba más. También adoraba verlo sonreír, esa sonrisa ladina que le derretía hasta los huesos lo dejaban sin habla. El gran corazón que tenía al momento de preocuparse por Joseph, eso lo veía en sus marrones orbes que le calaron hasta el alma, dejándolo inseguro de muchas cosas.

Allen alzó la vista a la calle grisácea y húmeda por la lluvia de la madrugada, no habían muchos transeúntes. Le faltaban pocos metros para llegar a la casa de Conrad, no podía negar que en cierta manera le preocupaba la adicción del señor Jackson, ya que esa violencia la infringía hacia los chicos. Ellos siempre le decían que no se dejaban pegar por nadie, más la preocupación siempre era constante.

Su padre lo había regañado por preocuparse tanto de ellos cómo si fueran sus hijos, Allen se había involucrado con ellos a un grado distinto. Ya se sentía responsable por su bienestar, inclusive el doctor Williams lo pensaba de esa manera. Por más que quisiera pensar en otras cosas ocupando su mente en pensamientos distintos, el corazón le recordaba por quién latía tan fuerte. Su presencia era persistente e inexistente en las calles del pueblo.

Persistencia en su mente que no lo soltaba, lo miraba en los ojos de las demás personas, en el caminar de los hombres, buscaba pequeñas características que le recordarán a él y su invisible presencia. Era inexistente, no lo tenía a su lado pero una fuerza invisible lo hacia ceder ante los recuerdos de la última vez que hablaron. A ese punto le dolía la cabeza de tanto pensarlo, de imaginarlo caminando con su trabaje negro y sombrero de copa por la calle, siendo cómo es él, así de serio y encantador.

Tal vez Allen era más discreto a la hora de mirar, pero cuando tenía la oportunidad de detallarlo, lo hacia. Esas arrugas que se formaban en sus ojos cada vez que sonreía o reía, la marca en el entrecejo que a pesar de estar relajado ahí seguía. Y sus labios finos, muchas ocasiones los miraba discretamente, notando la gran palidez.  Cuando era niño su madre le comentó: «Aquella persona que no es besada constantemente, tiene los labios pálidos»

Wellington. [LGBT]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora