PRÓLOGO

107 5 10
                                    


*En este capítulo se incluyen escenas que pueden herir la sensibilidad de algún lector*

Al otro lado de los muros, sé que hay hierba. A veces juraría que la puedo oler desde aquí, sobre todo en las madrugadas, cuando sé que el rocío la impregna en forma de diminutas perlas brillantes. Otras veces también juraría escucharla. Aquí dentro no sé cuándo hace viento o cuándo no, pero la hierba me lo dice a través de las paredes. O quizás es sólo mi imaginación.

Pienso mucho en la hierba desde que estoy aquí dentro. La hierba mojada, la hierba seca, la hierba verde, alta y vigorosa, la hierba recién cortada y la hierba del jardín salvaje del último lugar seguro en el que jamás creí que me encontrarían. Pero me encontraron.

En alguna parte de la oscura cárcel se escucha el crujido de un portón abriéndose, el sonido de los pasos metálicos que sólo puede dejar tras de sí un caballero, y una risa cantarina. Vaya, eso sí que no lo esperaba. Aquí abajo nadie suele reírse.

Los pasos se aproximan con seguridad hacia la zona de celdas de mi ala. Salto del jergón con la agilidad de un guepardo y me acurruco en el rincón más lejano a los barrotes. Hundo la cara entre mis rodillas y dejo que la melena oscura cubra mis mejillas, nariz y boca. Es una estupidez, lo sé, pero el instinto animal me dice que tengo que esconderme, y en esta esquina la oscuridad es más profunda.

Los pasos resuenan cada vez más cerca, así como la risa, que va acompañada de una dulce y aterciopelada voz femenina. Si la traen de arriba, o deben de haberla capturado recientemente, o ya viene de cumplir con sus servicios. Imagino que debe de ser la primera opción, nadie se reiría tras volver de una cita con cualquiera de los clientes de esta casa.

De pronto, suena un golpe metálico y yo no puedo evitar pegar un respingo.

—¡Eh! —escucho gritar a la mujer.

No me atrevo a levantar la mirada, a pesar de que sé que está apoyada contra los barrotes de mi celda. «No mires, no cuestiones, no respires, pasa desapercibida», una frase que solía decir mucho la anciana.

—¡Eh, tú, levanta la cabeza!

No lo hago.

—Camina —farfulla una voz masculina en un gruñido. Luego un golpeteo rítmico contra los travesaños, sé que es el hombre golpeando la reja con impaciencia.

Me aventuro a sacar un ojo entre los espacios vacíos que deja mi melena estropajosa al cubrirme la cara. Diviso la silueta de la mujer, recortada contra la luz de un farolillo que su captor parece sostener con la mano que no lleva el garrote. Lleva un largo vestido negro, con encaje en cuello y mangas. Va muy maquillada, pero el rímel se le ha corrido por la cara, formando dos largos surcos negros vadeando sus mejillas. Parecen lágrimas de oscuridad, ha debido de llorar mucho.

—¡Eh! ¿Crees que puedes esconderte así? ¿De verdad lo crees? —farfulla la mujer, aferrándose a los barrotes.

—Camina —insiste el hombre, intentando alejarla de mi celda.

—No te crecerá el pelo lo suficiente para cubrirte antes de que vengan a por ti, puta —escupe, y luego se disuelve en una melodiosa risa cantarina.

Su captor consigue separarla de los travesaños y obligarla a continuar andando.

—¡Esto es lo que te espera! —me grita, girándose de nuevo hacia mí cuando ya queda casi fuera de mi campo de visión.

Ahí sí que levanto la cabeza. Ella se ha levantado la falda. Las piernas blancas que esconde debajo están recubiertas de hilillos de sangre seca, no veo dónde comienzan, aunque sé que debajo de su ropa interior. La mujer deja que la sangre se me hiele en las venas durante unos segundos con la imagen y luego deja caer todo el peso de la tela de nuevo hacia el suelo, antes de desaparecer entre carcajadas.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora