Capítulo 29

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Kleyer

Capítulo 29

Tam camina con solemnidad hacia el edificio que se levanta frente a nosotros. Yo la sigo en silencio, preocupado por todas esas figuras que se nos acercan entre susurros. Sin embargo, la cambiante mono no parece alterada, y entiendo por qué en cuanto doy el siguiente paso.

La misma corriente eléctrica que me sacudió cuando acudí a la llamada de Seanet en mi llegada a tierras humanas, me recorre de arriba abajo. En aquel momento no comprendí lo que acababa de pasar, pero ahora sí lo hago. Acabamos de atravesar el escudo de la Tierra de carne.

La bóveda de protección divina tiene la Iglesia como centro y cubre poco más de una veintena de metros de radio alrededor de ella. Para mi sorpresa, los pobres se detienen al otro lado, cuando ya sé de buena mano que, en realidad, no hay nada que temer. Los dioses se rieron de esta gente cuando les prometieron una protección como el escudo, o quizás es que pensaban que así detendrían los movimientos de personas entre territorios, lo que podría conllevar a una invasión, como la que se va a producir.

Me quedo parado, contemplando las decenas de sombras que se amontonan allí donde termina el escudo. Las hay de todas las alturas y colores, pero sólo de un tamaño, el famélico. Niños, mujeres, hombres y ancianos esperan en torno a la Iglesia, sin atreverse a dar un paso más allá, a cruzar como nosotros hemos hecho. Me gustaría gritarles que no hay ningún peligro, pero me muerdo la lengua, porque estamos en clara desventaja frente a todos ellos.

Me apresuro a seguir a Tam al escuchar cómo empuja las puertas del templo, que se abren de par en par bajo su envite. No puedo evitar pensar en por qué no se han cerrado con llave. En la Iglesia de huesos tienen a una sacerdotisa encargada de estas tareas.

Camino detrás de la cambiante mono a través de la alfombra desgastada que guía al visitante hasta las gemas, tres piedras de diferentes colores. Una es beige, otra del color de la canela y la última de un color marrón oscuro. Las tres descansan formando un diminuto montículo sobre el altar de piedra, no tienen la suficiente fe como para flotar, y su brillo agonizante parece a punto de extinguirse.

Tam se lleva las manos al pecho y se arrodilla en cuanto queda frente a la mesa de piedra. No puedo evitar sentirme incómodo. No tenía ni idea de que Tam fuese tan devota del Dios de carne, y menos habiendo sido sacerdotisa de la Iglesia de sangre, cosa que todavía no acabo de entender.

Cuando por fin se levanta y contempla mi cara de estupefacción, esboza una sonrisa apenada y se apresura a explicarse:

—A los pocos años de haber sido criada en la casa germinadora en la que nací, se dieron cuenta de que no tenía el don, así que me echaron a la calle, porque no les servía. Por eso conozco tan bien Naén, porque yo fui como una de esas personas a las que tenías miedo en la calle.

—¿Dices que fuiste una de esas criaturas capaz de matar a un hombre por un mendrugo de pan? —mascullo, sarcástico.

En la oscuridad del interior de la Iglesia, veo sus ojos relampaguear, y su silencio me lo dice todo.

—Oh... —murmuro.

—En la calle, es matar o morir —musita, con voz afilada.

Levanto el muñón en alto, como protegiéndome de un imaginario ataque por su parte, pero Tam desvía la atención de mí, me rodea y se apresura a echar un vistazo a la sala principal de la Iglesia.

—Está tal y como la recuerdo —susurra, con emoción contenida—. Esta alfombra siempre ha estado así de raída, los cojines amarillentos y desgastados, nunca ha habido dinero para mucho más —se acerca a una de las columnas y la acaricia con la yema de los dedos. Yo la sigo a cierta distancia—. En la calle se venera y se teme al Dios de carne por igual —continúa—. Corre el rumor de que, aquellos que fallecen y nadie honra, el Dios no se fija en ellos para abrirles las puertas al paraíso, así que se convierten en almas en pena que vagan por las calles, robándoles la dicha a los que la tienen.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora