Capítulo 5

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Capítulo 5

Tres días después, ya he olvidado el incidente casi al completo. No he llegado a comentarles nada a mis compañeras, ni siquiera a la Madre Fahmy. No tengo intención de perturbar la paz que inunda la Iglesia si no es por algo sumamente importante.

Me despierto con el sonido de las campanas. Suenan todas las mañanas, una hora antes de que amanezca, un viento caprichoso las empuja con la fuerza suficiente como para que empiecen a moverse. Todas sabemos que ese viento caprichoso es nuestro Dios de huesos, que reclama nuestra atención.

Algunas de mis compañeras se remueven en sus jergones, pero continúan durmiendo porque pueden hacerlo. Yo, en cambio, me incorporo, me visto con la túnica amarilla y la capa roja y salgo a iniciar mis quehaceres de la mañana.

Diwi hoy parece contento, con lo que las gemas deben de estar fuertes. Me asomo a la sala principal para comprobarlo y veo que así es. Bien, no quería tener que sacrificar otro animal tan pronto. En los últimos meses, el número de sacrificios que hemos tenido que hacer ha ido en aumento. A este paso, nos vamos a quedar sin animales en el corral en menos de un año.

Me dirijo hacia el pozo, seguida por Diwi, y dedico cerca de media hora a llenar de agua el depósito. Una vez terminada la labor, acudo al portón de la sala principal con el primer rayo de sol, dispuesta a abrir al público, un día más, una Iglesia que nadie se está dignando a visitar.

Mientras me dedico a abrir las puertas, veo que Diwi empieza a moverse a mi lado, nervioso de repente. Echo un rápido vistazo a las gemas al fondo de la sala. Su brillo es intenso, las tres flotan con calma sobre el altar de piedra. Entonces me giro hacia el otro lado, la parte de la Iglesia que da al pueblo y entiendo por qué Diwi se ha puesto nervioso.

Dos mujeres, lo que parecen ser una madre y una hija, corren hacia la Iglesia seguidas de un par de hombres. Desciendo los escalones con lentitud. Podría ir en su ayuda, pero no sé cuánto podría hacer yo por ellas si las capturasen. A fin de cuentas, no creo que ninguna de ellas esté Marcada. No obstante, llego hasta el final de la escalera y camino hacia ellas con lentitud.

Aún están lejos de mí, pero ya distingo sus facciones asustadas. La más mayor tendrá cerca de cuarenta años, mientras que la niña no pasará de los trece. Los hombres que las persiguen cada vez acortan más la distancia con ellas, pero yo no puedo hacer nada. El celo es obra de Dios. Puedo protegerlas y acogerlas durante unas horas si llegan al templo, pero no puedo luchar contra los hombres si las alcanzan, porque no tengo fuerzas para ello y porque sería quebrantar mis votos.

Avanzo un par de pasos con cautela. Están a una veintena de metros de mí, aproximadamente. La madre estira el brazo, suplicando mi ayuda, pero yo me limito a observarlas. Si llegan a la Iglesia, las podré proteger. No lo consiguen.

La niña tropieza con una piedra suelta del adoquinado y la madre se detiene a ayudarla. Esos segundos las han sentenciado. El hombre más próximo a ellas y que parece más joven y lleno de vida, se abalanza sobre la niña caída. La oigo gemir y gritar y se me parte el alma. No quiero presenciar esto, de verdad quiero impedirlo pero, si lo hago, si lucho contra la naturaleza, me echarán del sacerdocio, y ahí quedaré yo completamente expuesta.

La madre, no obstante, lucha contra el hombre, golpeándole la espalda con un palo mientras él tumba a su hija sobre el camino y le levanta la falda. Cierro los ojos. La sangre me hierve en las venas, pero entonces escucho un grito y, al abrirlos, veo que el hombre que intentaba tomar a la niña yace de costado sobre el suelo, con una herida abierta en el cuello.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora