Capítulo 43

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Capítulo 43

Cuando abro los ojos a la mañana siguiente, lo primero que siento que no me encaja es la paz. Y no me refiero a la tranquilidad exterior, porque ya desde antes del alba se escucha ajetreo por el transporte de materiales, gritos de órdenes y de entrenamientos, no, es la paz que baña mi corazón por primera vez en tres meses.

Me incorporo con dificultad de la cama donde llevo durmiendo desde que tengo uso de razón y que hoy he compartido con Kleyer y su hermana, amontonados los tres sobre el colchón antes que relegar a uno al duro suelo de madera. Contemplo el rostro dormido de ambos hermanos, con los labios ligeramente entreabiertos y las ondas doradas cayéndoles de cualquier manera sobre la frente. Ahora que me detengo a observarlos mejor, me doy cuenta de que son prácticamente idénticos. No sé cómo no me di cuenta antes del lazo que los une.

Saco los pies de la cama y me incorporo, procurando hacer el mínimo ruido para no despertarlos. Me siento pesada y entumecida, a pesar de que ayer tenía el mismo volumen corporal que tengo hoy, creo que se debe a que por fin me he podido librar de la tensión que llevaba atascada en la garganta durante todos estos meses, la tensión que ha logrado mantenerme en pie y que ahora se ha desvanecido de súbito, al haber podido compartir mi secreto.

Salgo del cuarto de puntillas, con sigilo, y me acerco hacia la cocina. Allí descubro a mi abuela sentada en una de las sillas de la mesita de la ventana, con la mirada perdida en los tejados de las casas del exterior. Frente a ella, sobre la mesa, descansa una taza de té a medio beber que ya no humea, con lo que debe de llevar bastante tiempo en esa posición, pensando.

—¿Nana? —susurro, acercándome con lentitud y sentándome en la silla que queda frente a ella.

Es la primera vez que me permito enseñar la barriga en todo su esplendor. He utilizado uno de los camisones de dormir que mi madre llevaba cuando estaba embarazada de mí, mi abuela lo rescató anoche del fondo de un armario. La tela es fina, no se transparenta nada, pero sí se ajusta lo suficiente a mi silueta como para dejar claro que hay una vida creciendo en mi interior. Es una prenda con la que expresar que se está orgullosa del embarazo y no que es algo que ocultar.

—Aura... —suspira la abuela, volviendo a la realidad cuando me ve—. ¿Cómo estás, cariño, has dormido bien?

—La verdad es que... sí —y no es mentira, llevaba muchas noches malas, y no sólo por el duro y frío suelo de la cueva de Kleyer las noches que pasaba allí, sino por la tensión atorada en la boca de mi estómago. Sé que aún queda la parte más difícil, que es decírselo a la Madre Fahmy, pero tener a Kleyer aquí conmigo y a mi abuela, que no me piensa abandonar, después de todo, es lo que me ha dejado dormir esta noche.

La abuela estira una mano por encima de la mesa, buscando entrelazar sus dedos con los míos. Respondo al gesto y me encuentro con unas falanges pequeñas, todo hueso y piel, pero todavía fuertes. Los ojos se me llenan de lágrimas sin poderlo evitar y parpadeo para disiparlas, no tiene ningún sentido que me ponga a llorar simplemente por un gesto de cariño de mi abuela.

—¿Confías en él? —me pregunta entonces, estudiando mi rostro con esa mirada tan característica suya, dulce y atenta a la vez.

Asiento con delicadeza.

—Sé que tienes motivos para no hacerlo —murmuro—, y también deberían ser mis motivos. Se marchó durante más tiempo del que me dijo que lo haría y... —sacudo la cabeza, evitando el tema de todas las mentiras que me ha contado sobre su origen—. Pero confío en él, porque ha vuelto.

La abuela me contempla durante unos segundos antes de asentir y apartar la mirada.

—Siento hacerte pasar por esto otra vez, abuela —susurro. Sé que lleva pensando en mi madre desde que supo de mi amor por Kleyer, y también sé que eso le duele.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora