Capítulo 27

6 2 0
                                    


Kleyer

Capítulo 27

Esperamos casi tres horas a que el grupo de lacayos se ponga en marcha. Tam se transforma y se acerca de vez en cuando al claro donde están ubicados, para cerciorarse de que las cosas continuan como hasta el momento. Cuando empieza a caer el sol, es cuando comienzan a escucharse gritos y advertencias.

Tam se apresura a comprobar que, efectivamente, los hombres se han levantado y están dando órdenes a los cautivos para que comiencen a moverse. Han utilizado grilletes para inmovilizar sus manos y pies, lo que provoca que más de uno pierda el equilibrio al intentar levantarse y otro compañero tirar sin querer de la cadena que los une.

Los hombres se ríen de la torpeza y aprovechan para empujar al suelo al caído una vez intenta levantarse de nuevo. Todo esto me lo cuenta Tam al regresar de la última excursión al claro, cuando me informa de que es hora de movernos.

Los seguimos a cierta distancia, ella siempre adelantándose unos pasos, camuflada con los troncos de los árboles, para asegurarse de que no los perdemos. Sobre todo cuando la noche empieza a bañar el bosque y volvemos a sumergirnos en una oscuridad sólo rota por el tenue brillo de la luna.

En un momento dado, Tam me informa de que uno de los chicos capturados la ha visto. Ella ha procurado que no se alterase por su presencia, pero teme haber depositado en él y en el grupo, cuando el rumor se corra, unas esperanzas que no está segura de poder cumplir. Sin embargo, detecto en su mirada que, al haberla descubierto el chico, ha sellado un pacto con él. Ahora no puede permitirse dejarlo a su suerte. Ni a él, ni a los suyos.

Los seguimos durante varias horas a través del bosque. Pronto se empieza a divisar el final de la espesura y el inicio de lo que parecen ser suaves colinas recubiertas de hierba. Se atisban algunas casas en la lejanía, quizá granjas de ganado, como aquellas a las que acompañé a Aura.

Los hombres procuran no acercarse demasiado a ellas, dando rodeos si es necesario.

Al llegar a campo abierto, Tam y yo nos distanciamos todavía más del grupo, pues, en estos momentos, lo único que puede ocultarnos de sus atentas miradas son los cambios de rasante de las colinas.

Al cabo de un rato de riguroso silencio, comienzo a distinguir en el horizonte lo que parecen ser las luces de una ciudad. Ya no se trata de simples puntos luminosos, separados unos de otros por varios kilómetros, sino de un grupo bastante más numeroso.

Le doy un codazo a Tam para evitar levantar la voz y le señalo la visión a lo lejos.

—Naén —me susurra ella.

Asiento con la cabeza. Era lo que me imaginaba, allí es donde estarán las gemas, la Iglesia de carne. Sin embargo, no tardamos en descubrir que el grupo se aleja de la ciudad en dirección opuesta.

De camino a la Tierra de carne, Tam me habló de las casas germinadoras, del papel que tienen en la reproducción humana, por mucho que no le guste admitirlo. Son casonas regentadas por nobles, que tienen a su disposición múltiples habitaciones, salones y estancias para pasar el rato. Básicamente, son como hoteles, pero están destinados a la época de celo.

Durante la temporada, el propietario de la casa cobra un pago diario por el uso de las habitaciones de la casa, donde los nobles pueden ejercer el salvaje acto de la reproducción con las mujeres que hay disponibles en la casona. Mujeres que no tienen ni voz ni voto para decidir sobre su presencia en la casa, sino que han sido capturadas, encerradas y forzadas a estar allí.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora