Capítulo 9

20 2 2
                                        


Capítulo 9

Me apoyo sobre la balaustrada y miro hacia el cielo. Las estrellas brillan con intensidad, pues ya es bien entrada la noche. Las cuento con los dedos hasta que me canso, hay centenares, millares, y alguna de ellas es mi madre.

En noches como esta, claras, limpias, pienso mucho en ella. Ojalá recordase algo de cómo era, pero no tengo recuerdos suyos. Murió cuando yo era apenas un bebé. La mató un hombre en época de celo por resistirse a que la violara.

Cada vez que lo pienso, una presión me oprime el pecho hasta casi ahogarme. Yo no conocí los hechos hasta que mi abuela me los contó años después, cuando me dijo que me iba a traer a la Iglesia. Como me negaba rotundamente a dejarla, decidió abrirme los ojos a la realidad y me contó la verdad. Desde entonces, he sido mucho más recelosa con respecto a los hombres. Por muy dura y fría que me pueda mostrar ante ellos, por dentro estoy muerta de miedo y agradezco que exista la Marca para protegerme.

Unos pasos me hacen despertar de mi ensoñación. Hace unos días me hubiera asustado, pero lo cierto es que ya me son conocidos. Ni siquiera aparto la vista del cielo cuando Kleyer se acerca y se sitúa a mi lado, apoyando los codos sobre el pasamanos de piedra.

—Te estaba esperando —murmuro, contemplando un par de estrellas fugaces que aparecen y desaparecen de mi vista en un solo parpadeo.

—Creía que no me querías ver más por aquí —por el tono de su voz, sé que está sonriendo. Me giro hacia él y compruebo que es así.

A la luz de la luna, descubro unos rasgos marcados y alegres. La mandíbula es muy cuadrada, pero eso no le da un aspecto severo, como cabría esperar. Hoy me parece que sus ojos son mucho más grandes y que brillan como las estrellas. Las ondas doradas y cobrizas refulgen en tonalidades frías con la luz nocturna. Va vestido con la misma ropa de las otras veces, lo que me da a entender que está malviviendo en alguna cueva o rincón de la ciudad. Sin embargo, se le ve relajado, feliz.

—No quería verte —digo, respondiendo a su afirmación—, pero resulta que tenías razón.

Bajo la vista hacia mis manos y las retuerzo.

—¿En qué exactamente?

Cuando lo vuelvo a mirar, veo que tiene una ceja levantada. Quiere escucharme decirlo.

—Tenías razón en lo de los animales, están enfermos —murmuro con retintín, cumpliendo sus deseos.

—Ajá.

—¿Qué les pasa? —pregunto—. ¿Los has envenenado tú?

—Jamás le haría daño a un ser vivo si no es en defensa propia o para alimentarme.

—¿Y los animales que pensabas conseguirme para los sacrificios de la Iglesia? —farfullo, con una sonrisa pícara.

—Bueno, me corrijo. Jamás le haría daño a un ser vivo si no es en defensa propia, para alimentarme o para regalárselos como sacrificio a un Dios en el que no creo para que la malhumorada de su sacerdotisa me dé acceso a la biblioteca de la Iglesia, que, por cierto, tienen cerrada y muriéndose del asco porque nadie entra nunca.

No puedo evitar reírme, y él me corea a los pocos segundos. Algo vibra en mi interior al escuchar el sonido de su risa.

—¿Puedo entrar ya a la biblioteca? —dice, al cabo de unos instantes, poniendo un exagerado tono de lástima.

—Dime qué les pasa a los animales, y me lo pensaré.

—El agua está contaminada. Por eso han enfermado todos.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora