Capítulo 30

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Capítulo 30

Tam parece otra con la túnica de sacerdotisa. Más seria, más solemne. No es que no me lo haya parecido hasta el momento, pero con la capa roja parece estar un nivel por encima del ser humano, más cerca de la divinidad que del suelo.

La cambiante se despide de la que fue su mentora con un breve abrazo y un intercambio de palabras cariñosas. Después de las primeras lágrimas de sorpresa, se ha recompuesto de la visión de la Madre. Puedo llegar a entenderlo, ha pasado por mucho desde la última vez que se vieron, las cosas han cambiado demasiado para ellas.

Abandonamos la Iglesia dejando atrás a la anciana, que nos promete rezar por nosotros hasta el día de su muerte. No puedo evitar tragar saliva cuando la escucho hablar tan a la ligera del fin de la vida. En el clan respetamos mucho la existencia de un ser vivo, sólo matamos cuando hay motivo para ello: la caza, la defensa o la venganza. Aquel que siega una vida sin objetivo alguno, es expulsado para siempre. Por eso me aterra y me fascina a partes iguales la capacidad que tiene la humana para hablar de su propia muerte.

Al bajar la escalinata de vuelta a la calle, me percato de que los pobres siguen amontonados a pocos metros de la Iglesia. Supongo que, cuando uno no tiene nada que hacer en la vida, sólo puede esperar. En este caso, lo que esperan son las viandas que llevamos en las mochilas.

No obstante, en cuanto ponemos un pie en las inmediaciones del templo, me doy cuenta de que ya no nos acechan como antes. Como si fuésemos piedras en el curso de un río, la marea de gente se aparta a nuestro paso.

Al principio creo que es por respeto, pues Tam camina delante de mí con la túnica de una sacerdotisa de carne, el rango más alto que hay en el territorio, pero enseguida me percato de que no es la túnica lo que los asusta, ni siquiera el semblante de piedra que porta la cambiante delante de mí. Lo que los aparta de nosotros es el escudo, que enseguida descubro que vamos arrastrando por llevar Tam las gemas de carne. Si ella se da cuenta de lo que está pasando, no da muestras de ello.

Como parece que la zona de Naén que hemos atravesado para llegar a la Iglesia está completamente en ruinas, nadie más allá de las sombras hambrientas nos sigue hacia la salida de la ciudad. Sin embargo, cuando empezamos a dejar atrás las luces de la urbe, comienzo a ver cómo, poco a poco, las personas empiezan a dejar de seguirnos, quizá temerosas de lo que hay más allá de lo que les es conocido. Y así, sin más, sin una queja, sin una lucha, dejan ir a lo que ha levantado esta tierra durante siglos. Si tenían alguna fe en el escudo que los protegía, acabamos de destrozarla con nuestro plan.

Deposito una mano sobre el brazo de Tam, que apenas si parpadea ante mi contacto. Desde que se ha vestido con la capa y ha guardado las piedras en su mochila, parece haberse evadido de la realidad.

—Tam —la llamo, instándole a detenerse un momento.

Como no me responde, lanzo mi preocupación al aire.

—¿Crees que hemos hecho bien cogiendo esas gemas?

—Ya sabes que las necesitamos.

—Sí, pero... ¿has visto las caras de esa gente? Esas eran las verdaderas almas en pena, y no los que mueren en la calle y luego vagan atormentando a los demás. Les hemos quitado lo único que creían que los podía proteger.

Tam parece bajar a la faz de la tierra por un momento, parpadea rápidamente, como si estuviese tratando de asimilar lo que le estoy diciendo. Noto cómo debate consigo misma tras mis palabras. A fin de cuentas, sé que ella no es esta máscara de piedra en la que se ha transformado, la he visto sufrir por los indefensos en el bosque.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora