Capítulo 33

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Capítulo 33

Tras el asesinato de la sacerdotisa, una extraña tranquilidad inunda el salón. Nunca he estado en el mar pero, por algún motivo, sé con certeza que esta es la calma que precede a la tormenta. Y la tormenta tiene forma humana, es de baja estatura y con una prominente barriga, y parece haberse recompuesto de la tensión ahora que los nervios se han calmado.

—Insensatos —le escuchamos decir. Tam y yo nos giramos de manera automática hacia él, olvidándonos por completo del cuerpo que yace de costado en el salón de baile—. Habéis matado a una sacerdotisa de sangre.

Para ser justos, ha sido su amo de llaves, pero el hombre nos acusa a nosotros.

—Os habéis hecho pasar por una de ellas y os habéis colado en mi propiedad como si fuera vuestra casa, os juro que vuestras cabezas van a presidir el camino de entrada a esta hacienda, pero lo harán en una pica.

Aprieto el mango del hacha en mi mano sudorosa. No me he atrevido a soltarla por lo que pudiera pasar. El hombre da un par de pasos hacia nosotros, aunque aún está a bastante distancia. Me fijo mejor y ya no me queda ninguna duda de que el noble se ha orinado encima. Sus pantalones de montar están prácticamente empapados. Sin embargo, no me río, nadie lo hacemos.

—¿Qué os habéis creído? —insiste. Yo abro la boca para replicar, pero me doy cuenta entonces de que no es a nosotros a quienes mira, sino a los soldados—. ¿Para qué os he contratado? ¡Para esto, maldita sea! ¡Se supone que teníais que defender esta casa, a mí, de gentuza como esta!

Uno de los soldados me mira. Yo sigo aferrado a mi arma, pero su mirada es más bien de lástima, como pidiéndome en silencio perdón por tener que aguantar esto.

—Mi señor —se adelanta uno de ellos, con un brazo cruzado sobre el pecho—, con todos mis respetos, valoro mucho la confianza que ha depositado en mí para defender esta casa y las condiciones laborales del puesto que nos ha asignado, pero no pienso defender a un puñado de locas vestidas de rojo que creen que pueden venir dando órdenes como si ellas fueran reinas y nosotros simples esclavos.

El noble lo fulmina con la mirada. Si me fijo mejor, veo que tiene los ojos inyectados en sangre y que respira a una velocidad alta.

—Esas locas de rojo, como tú las has llamado, son el único motivo por el cual nuestra hacienda, mi casa y tu trabajo van a poder mantenerse en pie cuando llegue la guerra. Enhorabuena, acabáis de llevarnos de cabeza a la tumba, a todos. Tú y tus compañeros, estáis despedidos.

Los soldados se miran entre ellos. El que Tam ha herido está apoyado contra una de las columnas. En canon, uno a uno dejan caer sus espadas al suelo sin la más mínima delicadeza, resignados. El que se ha atrevido a hablar, sin embargo, no lo hace.

—Lo comprendo, señor, pero no lo comparto. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras mi pueblo sucumbe bajo el poder de una tierra con la que no tengo nada que ver —se gira hacia el asesino de la sacerdotisa para señalarlo y prosigue—: Y el amo de llaves podrá estar disgustado con la manera que tienen de llamarnos pero, francamente, tal y como nos dejamos someter frente a ellos, nos hemos ganado el nombre que nos han puesto, ratas de cloaca.

El noble suelta una risotada.

—¡Ridículo! —exclama—. Ahora es cuando me vienes con el honor, el respeto y la igualdad. Pero todos estos meses, mientras patrullabas los alrededores de la casa sin nada que hacer, chupando de mi cocina y cobrando de mi bolsillo, entonces no había honor que valiese, entonces podías ser pisoteado como una mosca porque tenías qué llevarte a la boca por la noche. Y ahora que te pido que hagas algo por mí, ¡que hagas aquello para lo que se te contrató, ¿entonces me vienes con estas?!

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora