Capítulo 24

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Aura

Capítulo 24

Cuando me despierto, toda mi columna vertebral se despierta conmigo en un bostezo que suena a quejido de ultratumba. Cada vértebra cruje a la par que me estiro sobre la dura roca de la cueva. La luz de la mañana inunda la grieta en la montaña que Kleyer ha abandonado hace tan solo unas horas. Ahora que lo veo con algo de perspectiva, me reprendo por haber estado tan seca con él. A fin de cuentas, Kleyer no vino aquí para ser mi pareja ni a ganar esta guerra, esto ni le va ni le viene. Él vino en busca de su familia y bastante se ha retrasado ya por estar aquí conmigo. No debo precipitarme en sacar conclusiones equivocadas, esperaré.

Ahora lo primero es poner orden en el caos que se aproxima durante las siguientes semanas. Así que me levanto, termino de estirar mi cuerpo y pongo rumbo a la Iglesia.

Allí me encuentro con una pequeña muestra de la plantilla de hermanas en las escalinatas de entrada, encaramadas a los escalones. Un gran grupo de feligreses escucha hablar a la Madre Fahmy, entre ellos, mi abuela, que me fulmina con la mirada en cuanto me ve por no haberle avisado de que iba a pasar la noche fuera. Otra vez.

Me escabullo de su reprimenda silenciosa colándome entre la gente. Busco a Adranne con la mirada, para que me eche un cable con lo de mi segunda desaparición nocturna, pero no la encuentro por ningún lado, así que opto por apartarme a un lado y escuchar lo que la Madre está diciendo.

Básicamente, está hablando de la guerra que se avecina, de cómo se ha enterado de ello por cartas, de los entrenamientos que se están llevando a cabo en la Tierra de sangre (información que obtuvimos gracias a Tam, a la que, por cierto, no veo por aquí tampoco), y, en general, de todos los debates que hemos estado teniendo este último mes. La gente la escucha con atención, pues se merecían una explicación como esta desde hacía semanas.

Juppa empieza a hacerme señas en cuanto mis ojos la encuentran. Avergonzada, me apresuro a abrirme paso a empellones a través del gentío hasta llegar a ella en una esquina de la escalinata. No he llamado mucho la atención porque la gente tiene la vista fija en la Madre.

—¿Dónde estabas? —masculla, entre dientes, sin levantar la voz más de lo necesario—. A la Madre casi le da un infarto cuando anoche no te presentaste a la reunión.

—¿A qué reunión?

—A la que tú misma propusiste, idiota —farfulla y sé que le hubiera encantado darme una colleja en este mismo momento, si no hubiéramos estado delante de tanta gente—. Dijiste que teníamos hasta ayer por la noche para decidir si queríamos luchar o huir. Me voy a quedar por ti.

—Lo siento, Juppa, no sabía que haríamos una reunión oficial para esto. Tenía otras cosas en mente.

—¿Otras cosas aparte de la guerra inminente que amenaza con destruir tu tierra, dices?

—Lo he entendido, he dicho que lo siento —escupo, mordiendo cada palabra.

—Si ya sé que es el muchacho ese del muñón, el asesino —continúa ella, metiendo el dedo en la llaga—. Él es «esas otras cosas».

—Juppa... —murmuro, con los labios apretados.

—Hablaremos de esto cuando haya tiempo, ahora hay que empapelar la ciudad con este llamamiento a filas —aduce, en cuanto la Madre termina su sermón para pedir voluntarios que recluten a gente para comenzar los entrenamientos.

Juppa se aleja de mí sin darme pie a rebatirle. Resoplo, exasperada, siguiendo a la multitud que ya empieza a moverse para formar una fila en la que recoger montones de panfletos. Han debido de pasarse la noche haciéndolos, y yo no he estado ahí para cumplir con mi deber. Aunque parece que Adranne tampoco, porque ni siquiera se ha dignado a aparecer al sermón.

De repente, una figura enjuta me coge del brazo e interrumpe mis pensamientos.

—Segunda noche que no duermes en casa y que no avisas —me reprende mi abuela—. No te voy a culpar por haber estado al tanto de la guerra y no haberme informado, pero sí te voy a culpar por no decirme dónde estás en cada momento, cuando está bien claro que el enemigo tiene intención de poner un pie aquí y arrasar con todo.

Me giro, buscando a Adranne para escudarme en ella, pero esta vez no está aquí para salvarme. Abro la boca, dispuesta a soltar cualquier excusa, pero mi abuela no me deja hacerlo:

—Si no me quieres decir dónde estuviste, no lo hagas, pero espero que tengas cuidado —en su mirada veo dureza y preocupación, y no sé por qué tengo la extraña certeza de que habla de algo en concreto cuando me pide que vaya con cuidado.

Se empieza a alejar sin darme tiempo a mediar palabra, así que yo la sigo y la retengo del brazo.

—Nana, espera —murmuro, obligándola a detenerse—. Estos días no he estado mucho contigo, pero quería hablar de esto antes de que te enterases de esta manera tan precipitada —suspiro—. Yo tomé una decisión, la de quedarme a luchar —continúo—, pero esto no lo hemos hablado, si tú quieres marcharte y esconderte, lo comprenderé perfectamente. Tienes todo mi apoyo.

Mi abuela me mira como si estuviese diciendo la estupidez más grande del mundo. Loya deposita entonces un montón de papeles sobre sus ancianas manos porque, mientras hablábamos, le ha llegado el turno en la cola.

—No digas sandeces, Aura, mi lugar está donde estés tú. Si me tengo que quedar a luchar, me quedo —concluye. Me da unos segundos para asimilar su información y replicarle pero, como no lo hago, termina por alejarse de camino a la ciudad.

Cuando doy una vuelta sobre mí misma, me doy cuenta de que la escalinata se ha quedado prácticamente desierta. Hasta la Madre Fahmy se ha marchado de vuelta al templo. No tengo ni idea de cómo proceder ahora porque, en estos tiempos intempestivos, hemos dejado de lado nuestra rutina eclesiástica, pero será mejor que estos días no llame la atención más de lo debido, no sea que empiecen a sospechar de lo que he estado haciendo a escondidas todas las noches, algo que una sacerdotisa no debería hacer.

Suspirando, entro de nuevo en la Iglesia, donde me encuentro con una pequeña figura en la sala principal. Avanzo un par de pasos, mirando hacia ambos lados para comprobar si está sola o no. Cuando descubro que lo está, ya estoy lo suficientemente cerca como para distinguir las coletas rubias de Adranne, que contempla las gemas, embelesada. Me quedo quieta, sin entender muy bien qué es lo que está haciendo aquí cuando, de pronto, la veo estirar una mano hacia ellas. No sé si pretende cogerlas, acariciarlas o simplemente estar más cerca de las piedras preciosas, pero no puede hacer ninguna de esas tres cosas.

—¡Eh! —la llamo.

Ella se detiene a mitad de gesto y baja el brazo con lentitud. No parece haberle sorprendido mi presencia. Cuando se gira hacia mí, veo que en su rostro reina una mueca de fastidio.

—¿Es que no te hemos enseñado bien en el tiempo que llevas aquí? —la riño. Es mi deber como hermana mayor—. No puedes tocar las gemas.

Adranne levanta el mentón, orgullosa, y replica:

—Y tú no puedes follarte a Kleyer, pero bien que lo estás haciendo.

Y, así, sin más, la novicia abandona la sala.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora