Capítulo 39

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Capítulo 39

—No está aquí —me contesta una Juppa algo seca—. Ve a buscarla al grupo que le han asignado para la guerra.

Asiento ligeramente. Por algún motivo, no le caigo muy bien a la amiga de Aura.

—¿Dónde está su grupo?

Me fulmina con una mirada gélida y fría como el hielo.

—Si hubieras estado aquí, lo sabrías.

Abro la boca para replicar, aunque no sé muy bien el qué. Ponerme a la defensiva no serviría de nada, así que es mejor que asuma sus duras palabras en silencio y que obtenga la información cuanto antes. Por suerte para mí, ella tampoco quiere mantener durante mucho más tiempo esta conversación, porque termina por decirme lo que quiero saber.

—Camina cuatro calles hacia la derecha y luego gira hacia la izquierda en la quinta. Hay una apoteca haciendo esquina, verás las mesas enseguida. Ella y Adranne se encargan de dirigir al grupo de niños.

—Gracias —contesto, pero Juppa no me responde.

Así que, sin más, doy media vuelta y me alejo de la Iglesia en la dirección en la que me ha indicado la sacerdotisa. No tardo en dar con el grupo de mesas que me ha indicado Juppa. Más de una treintena de niños se amontonan en torno a tableros de madera repletos de materiales de todo tipo. Junto al grupo se apilan una serie de cajas atestadas de lo que parecen explosivos caseros.

Recorro la hilera de mesas con la mirada, pero no diviso a Aura. Por ver, no veo a ningún adulto supervisando al grupo. Adranne debe de estar todavía en casa con Tam, quizá curándole las heridas, pero Aura no sé dónde puede estar.

Camino entre las mesas, buscando una capucha roja o un pelo cobrizo que conozca, quizás esté agachada ayudando a algún niño. No obstante, llego al final de la hilera, habiendo terminado de fijarme en cada cara infantil y ninguna es la de Aura. Estoy a punto de darme la vuelta y dirigirme a casa de su abuela cuando reparo en una silueta que me resulta familiar.

En el extremo de una de las mesas, sentada en el suelo, una niña de unos siete años trabaja afilando un cuchillo. La no supervisión de ningún adulto provoca que los niños salten por encima de las mesas y que corran entre ellas, bloqueándome la visión de la niña. Me dirijo hacia ella, luchando contra la marea infantil que revolotea a mi alrededor. La pequeña está demasiado concentrada en el cuchillo como para haberse percatado de mi presencia.

No lo hace hasta que no me sitúo delante de ella. Entonces levanta la mirada y esboza una amplia sonrisa. Yo, en cambio, me quedo bloqueado.

Mi hermana se pone en pie de un salto y se me abraza a las rodillas, puesto que no me llega mucho más arriba. Anonadado, le aparto el pelo de la frente, sin creerme que pueda ser ella. Pero lo es, tiene la cicatriz de cuando se cayó de un árbol hace unos años.

—Graci, pequeña —murmuro, apartándola de mí para mirarla a la cara, todavía sin creérmelo.

—Llevo muchos días esperándote, Kleyer —murmura, con una sonrisa a la que le faltan algunos dientes.

—Pero, ¿cómo, qué haces aquí? ¿Has venido sola? —me agacho para quedar a su altura y la miro a los ojos.

—Sí.

—¿Sabe mamá que estás aquí?

—No.

—¿Estás loca? ¿Cómo te has ido sin decir nada? ¿Y cómo has llegado hasta aquí? —paseo las manos por sus brazos, pellizcándola para asegurarme de que es real.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora