Capítulo 44

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Capítulo 44

Me es difícil localizar a la gran mayoría de mis compañeras en los enormes grupos que tienen asignados, pero lo hago. Camino entre la gente a la que dirigen, buscándolas con la mirada. Ahora que hace el calor suficiente como para no llevar la capa roja, se camuflan con más facilidad entre la población. Y yo, desnuda como me siento, al mostrar la barriga al mundo, no puedo evitar ir cubriéndola de manera instintiva con los brazos.

He creído que lo mejor es zanjar el asunto cuanto antes. La mayor parte de la población no me reconocería como sacerdotisa de sangre sin la capa y si no ven la Marca, pero mis compañeras sí, y no puedo pasar el resto de mi vida escondiéndome de ellas. Tengo que afrontar las consecuencias.

La mayoría me sonríen al verme para, instantes después, abrir la boca de sorpresa y quedarse sin palabras. A cada una les tengo que explicar la misma historia, el ataque de los dos hombres, el temor y la vergüenza. Cada nueva vez que vuelvo a soltar las mismas palabras, se me atascan en una garganta cada vez más seca. No me gusta tener que mentir, aunque sé que es lo mejor que puedo hacer. Sólo así Kleyer estará a salvo.

Dejo a Juppa para el final. Sé que ella no va a creer mi historia y temo que pueda alejarse de mí como lo hizo cuando supo de mi relación con Kleyer, que supongo que no entenderá, pero es mi amiga, así que debo contárselo.

La abuela me sigue como un gato silencioso, dos pasos por detrás de mí y tendiéndome la mano cuando lo necesito. Está siendo más duro de lo que creía, la vergüenza y la culpa que siento son más intensas de lo que pensaba en un inicio.

Para mi gran alivio y decepción, a la vez, me confirman que Juppa se ha ido a las afueras de la ciudad con parte de su grupo a supervisar los entrenamientos, no volverá hasta la noche. Suspirando, me doy la vuelta y tomo el rumbo hacia mi casa, sin saber muy bien cómo proceder ahora. No sé si debo seguir dirigiendo al grupo de niños junto a Adranne, porque ya no soy una autoridad de la Iglesia, aunque, llegados a este punto, quizá no tiene mucho sentido ponerse a buscar a otra persona para tal empresa.

Al llegar al inmueble rojo, empujo la puerta y asciendo los escalones con lentitud, agarrándome a la barandilla de madera del edificio. En el piso inferior, las puertas de las casas de nuestras dos vecinas permanecen selladas, silenciosas, imagino que estarán trabajando en alguno de los otros grupos de cocina como en el que está mi abuela.

Cuando abro la puerta de la casa, me encuentro a Kleyer y a Graciella dando vueltas alrededor de la cocina. De vez en cuando se detienen, saltan, se agachan y continúan corriendo. La abuela, que entra tras de mí y es la que cierra la puerta, pregunta, quizá con demasiada sequedad:

—¿Qué estáis haciendo?

No han roto nada, pero los dos se detienen de manera instantánea, como pillados en medio de una travesura. Kleyer me mira y me sonríe, pero yo no tengo ánimo para devolverle la sonrisa.

—Hacíamos algo de ejercicio —comenta Kleyer, respondiendo a la pregunta de mi abuela.

Asiento y me acerco a una de las sillas, que él se apresura a apartar a un lado para que yo me pueda sentar. La niña parece molesta por la interrupción de su diversión, pero no dice nada al respecto.

—¿Ha ido todo bien? —me pregunta Kleyer, casi en un susurro.

Me encojo de hombros.

—Supongo que debería estar contenta. La Madre no me acribillado a preguntas, ni me ha gritado, ha sido bastante dulce y comprensiva, la verdad.

—Eso es estupendo, ¿no? —Kleyer se sitúa frente a mí y se agacha para quedar a mi altura.

—Bueno, sí —murmuro, pero la voz me tiembla.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora