22| Priscila

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A la semana número cuarenta, cuando ya no creía que la beba fuese a nacer sola, empezaron las contracciones. En plena mañana, cuando San estaba trabajando. Era la última sesión antes de tomarse un tiempo para poder disfrutar la etapa de padre nuevo.

Daddy.

En fin, fueron dolores distanciados con el tiempo, por lo que no presté atención. Probablemente estaba pasando por algo de negación, porque tampoco le avisé a nadie. Cuando mis papás supieron que mi prometido no iba a estar se habían ofrecido a acompañarme, pero les había dicho que no era necesario.

Mentira.

Santi volvió a las cuatro de la tarde, abriendo la puerta. Su mirada se encontró con la mía inmediatamente. Intenté contener la mueca cuando sentí una nueva contracción, pero no pude. Santi tiró su bolso junto a la puerta, corriendo hacia mí.

—¿Qué te pasa?

Cerré los ojos, intentando respirar a través de la contracción. En la clase me habían enseñado técnicas, pero honestamente era en lo último que podía pensar.

Igualmente la técnica era una mierda.

No era culpa mía. Obviamente.

—Contracción— suspiré, cuando terminó.

Santi respiró hondo, sacando su celular y poniendo un cronómetro.

—¿Cuándo empezaste?

—¿Media hora después que te fuiste?

Frunció el ceño, negando con la cabeza. Se notaba a kilómetros de distancia que no estaba encantado con mi respuesta, pero no quería decirme nada porque sabía que no era el momento.

O el mes.

—¿Cada cuánto están siendo?

Me encogí de hombros, mordiéndome el labio inferior.

—No sé. No pensé en tomar el tiempo.

Era la verdad. El dolor era abrumante. Había pensado que las molestias, los pinchazos y las contracciones falsas me habían preparado para ese momento...

¡JA! Estúpida ilusa.

—Euge...

Entrecerré los ojos levemente, callándolo en el acto. Levantó las manos en el aire, básicamente mostrando bandera blanca a una guerra que ni siquiera había empezado.

Y que él iba a perder.

—¿Cómo te fue en la sesión?— pregunté, intentando distraerlo— Pensé que ibas a tardar un poco más en...

Dejé de hablar cuando sentí una nueva contracción.

Perra que lo parió.

Se quedó frente a mí, acariciándome las piernas mientras pasaba el dolor. Podía escucharlo susurrarme palabras de ánimo, pero no las procesaba.

—Cinco minutos y medio, Euge— dijo cuándo me vio mejor— Voy a buscar los bolsos y nos vamos para el hospital.

Se inclinó para poder dejar un beso en mis labios. Duró unos pocos segundos. Finalmente se levantó y corrió hasta nuestra habitación. Pude escuchar cómo se chocaba contra algún mueble y puteaba, sacándome una sonrisa.

Tres minutos después estuvo frente a mí.

—Voy a dejar esto a la camioneta y vuelvo a buscarte. Seguramente va a haber una contracción en el medio.

La camioneta la había mandado a arreglar después del accidente. Habían tardado bastante en devolverla, pero estaba como nueva. Y todo eso dejó de interesarme cuando tuve otra contracción.

¿Qué clase de tortura era esa?

Santi llegó y esperó a que terminara para levantarme del sillón y llevarme al auto. Dejó los celulares entre los asientos, poniéndome el cinturón y cerrando la puerta. Aproveché el hecho de que le daba la vuelta a la camioneta para poder agarrar mi celular y mandar un mensaje al grupo que habían hecho mis amigos. Estaban todos los familiares y amigos cercanos. No tenía nombre, era una embarazada, una explosión y un bebé.

*****

—Falta poco. Respira hondo y puja.

La doctora hablaba tranquilamente. Pero honestamente tenía ganas de mandarla a la mierda. A ella y todos los presentes, incluyendo a Santino. Sobre todo a Santino. Después de todo era su culpa. Doce horas en el hospital, y cinco con la bolsa rota, por su culpa.

De él y sus espermatozoides del orto.

Apreté la mano de mi prometido, gruñendo mientras pujaba. ¿El dolor de las contracciones? Un juego de nenes. ¿Pujar? Hasta prefería que me pusieran alfileres debajo de la uña. Casi podía sentir como se me desgarraba la entrepierna.

Y estaba casi segura de que me había cagado encima.

A esa altura del partido tenía ganas de pedir una nueva epidural.

—¡Salió la cabeza!— informó la doctora, sonriéndome— Ya falta poco.

Santino continuó sujetándome la mano, pero se movió un poco para poder ver cuando sacaran a nuestra hija. Puje nuevamente, y sentí como salió. No solo fue el alivio casi inmediato, también lo fue el llanto potente de nuestra beba y mis lágrimas.

La doctora permitió que Santi le cortara el cordón (algo que era ligeramente impresionable) y se aseguró de que la beba estuviese bien. Después se la pasó a una enfermera, quien se encargó en envolverla en una manta y apoyarla en mi pecho. Ella seguía llorando con toda la fuerza de sus pulmones, pero era una sensación única.

La amaba con todo mí ser. Era hermosa. Perfecta.

Santi me besó los labios, también llorando.

—Hola, Priscila— susurró, acariciándole la mejilla— Te amamos mucho, mucho.

*****

Santi acompañó a Priscila mientras la lavaban y cambiaban. Mientras tanto yo tuve que continuar pujando para sacar la placenta y los restos. Nadie me había contado todo eso. O si lo habían hecho los había ignorado abismalmente.

Pero definitivamente nadie me había dicho que me iban a limpiar la caca.

Una hora y media después, entraron todos a conocerla. Ya estaba lavada y cambiada, además de que le habían puesto una pulserita de hospital. Estaba rosita y un poco arrugada.

Lo que hacían nueve meses en líquido.

Pero era hermosa. La beba más linda que había visto en mi vida.

Sin objetividad alguna porque la amaba con todo mi ser.

Y lo más importante era que era una beba sana. Mi felicidad pesaba tres kilos, y medía cuarenta y nueve centímetros.

Todos, quienes incluían amigos cercanos y padres, lloraron. Hablaron en susurros, felicitándonos y haciendo mil y un preguntas. Esperaron pacientemente para sostener un tiempito corto a Prisci, devolviéndomela rápidamente. O a Santi, quien no se despegaba de ella.

Dos horas y ya era un padre excelente.

Me rindoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora