Más de lo que necesitaba

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Ayden regresa furioso a su casa, siente cómo la adrenalina y la furia recorren su cuerpo. Nada más llegar al departamento se encierra en su recámara tirando todo lo que está a su paso. Quebrando lámparas, cuadros, adornos banales. Nada significativo como para que le pese.

—¡Estás tan vacío, Ayden Emory... tan vacío que jodes lo único bueno en tu vida! —grita con dolor.

Entra al cuarto del baño y rompe con furia el espejo frente a él.

—Ni siquiera puedes ser dueño de ti mismo, menos de tus acciones —se dice al reflejo hecho añicos—. Eres un sucio, una escoria repudiada que intenta engañar a los demás con trajes bonitos... eres Nada, Ayden. Eres nada que importe.

Enardecido contra sí mismo, sintiéndose miserable, termina de romper el espejo con los puños de sus manos. Las antiguas reacciones autodestructivas aparecen de nuevo, las ganas de lesionarse o golpearse no le hacen falta. Sin embargo, molesto de sí mismo, termina por golpear el muro, dañándose así los nudillos.

Mientras tanto, Arya lucha internamente por no sentirse miserable. Duerme lo mejor que puede, pero sabe que es en vano intentarlo. Despierta a cada rato, pero su madre sigue dormida.

Cuando despierta en la mañana, Arya yace a la expectativa de su salud.

—mamá, estoy aquí... perdóname por dejarte sola —súplica agachándose lo mejor que puede, ya que por su vientre le es dificultoso.

Extiende sus brazos sobre ella y la brasa con ternura esperando que la perdone por haberla dejado sus ese día. Su madre la mira con ternura y compasión, sabe que no es culpa de ella; su salud es precaria y está consciente de que en cualquier momento puede exhalar su último aliento.

—No te preocupes, hija. Estoy bien, estoy bien —murmura arrastrando las palabras.

En ese momento se acerca el cardiólogo para hacer su visita matutina. Sin decirle más que un escueto hola a Arya, revisa los signos vitales de su madre, así como las posibles secuelas. Después de este llega el neurólogo para hacer lo mismo. Luego ambos salen al pasillo y entre los dos hablan sobre una posible recaída, porque su estado de salud es grave.

Arya se da cuenta de la cara de preocupación de los hombres, así que se acerca a preguntar

—Solo díganme la verdad, no mientan —súplicas con desesperación—. Sé que mi mamá está muy enferma —dice con temor la joven doctora, a sus superiores.

—No se trata de mentirte Arya, sabemos que eres una excelente doctora, pero, aun así, decirte la realidad, eso duró. Más en tu condición —dice el cardiólogo mirándola embarazada y sola.

—No importa. Yo estaré bien —afirma ella, esperando que ellos le den los detalles de las secuelas que evaluaron.

—Bueno Arya, tu mamá no resistirá más. Tememos que pueda sufrir un nuevo episodio cardíaco o cardiovascular. El oncólogo viene hacia acá, ya que el recuento de sus células no es bueno. Lo mejor que podemos hacer por ella es mantenerla estable, con analgésicos y permitirle que sus últimos días sean con menos dolor —explica el cardiólogo viendo cómo con cada palabra el rostro de Arya se va deformando. Pasando de la tristeza a la desesperación y finalmente, a la frustración de no poder hacer nada.

Arya había decidido estudiar, para salir adelante, para ayudar a sus padres, para hacer un ejemplo, para formarse un futuro; pero ahora, sin una familia a la que puede ayudar, una madre a punto de morir, siente que todo el esfuerzo ha sido en vano. Porque mientras lo había hecho por ellos, ahora ellos ya no estaban más.

—Sabemos que la situación es difícil —comenta con empatía el neurólogo—. Si tú gustas, podemos pedir ayuda a psiquiatría y trabajo social, para que te apoyen y estén contigo en estos momentos tan difíciles. Al menos para que te brinden apoyo moral.

El enigma del millonarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora