Capítulo 22

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Señuelo

Hazel

Despierto sintiendo una suave brisa contra mi cabeza. Me remuevo entre las sábanas alejándome de ese viento y subo las sábanas hasta mi cuello cubriendo mi cuerpo. Un cuerpo se pega a mi espalda rodeándome con su calor y la piel se me pone de gallina. Abro los ojos de golpe dando una vuelta alejándome y caigo al suelo golpeándome en la espalda.

Me quedo aturdida por unos segundos mirando al techo de la habitación. Mi cabeza no para de echar humo. Levanto levemente la cabeza por encima del colchón y paso saliva viendo a la persona que duerme en la cama.

Las imágenes de la noche anterior pasan por mi cabeza como un tráiler.

El espionaje, el miedo porque me reconozcan, las grabaciones, los besos y toqueteos en el ascensor, el beso contra la pared nada más entrar en casa y sus dedos dentro de mí llevándome al orgasmo, su miembro rompiéndome en dos no sé cuántas veces a lo largo de la noche.

Jadeo por el calor que me corroe por dentro y me levanto evitando mirar al hombre que luce como dios lo trajo al mundo en la cama o voy a lanzarme encima de nuevo. Este hombre es un Dios de la guerra o algo parecido, no he visto tantos músculos y tanta fuerza en un hombre jamás.

Y mira que los he visto.

Busco por todos lados buscando mi ropa. Encuentro mi vestido en el suelo y me lo pongo intentando no hacer ruido. Miro por la ventana, aún es de noche. Rebusco bajo la cama, pero no encuentro ni rastro de mis bragas.

¿Dónde demonios las ha metido? Da igual, las rompió. Gilipollas.

Cojo mis tacones y me escabullo fuera de la habitación. Parece una casa grande, enorme más bien. Las paredes son de un tono grisáceo que me llena de la calma que no debería sentir en estos momentos. 

Busco mi bolso desesperada, pero eso no hace que no observe a mi alrededor. Hay puertas por todo el pasillo. Salgo de él llegando al enorme salón que tiene una chimenea entre dos ventanales enormes.

Sobre sus adoquines negros hay una gran tele de plasma que debe costar un pastizal. Los muebles del salón son bastante minimalistas en tonos neutros, pero predomina el color negro. Hay un gran sofá en forma de L gigante en color crema que contrasta con la alfombra de pelo celeste.

Es una planta abierta, un bonito comedor en madera oscura y sillas blancas y una cocina enorme que no creo que utilice demasiado. Las paredes no tienen apenas decoración, excepto por los paneles blancos que sirven de decoración y algunos cuadros de edificios modernos que reconozco de Nueva York.

Encuentro mi bolso por fin en el suelo junto a la puerta.
Saco el teléfono y miro la hora.

Maldita sea mi estampa.

Envío un mensaje a través de la página de la CAIF para que lo reciban todos y les informo de que llegaré una hora tarde.

Le envío un mensaje al alférez para que se haga cargo mientras llego. Cómo no, Hazel. Volviendo a las andadas.

Y encima no llevo coche. Dios, no puedo tener mayor suerte.

Me cruzo en la calle cuando pasa un taxi con la luz verde encendida deteniéndolo con el brazo en alto y le pido que me lleve a mi casa. Me siento cansada. No he dormido apenas nada y me estoy empezando a agobiar porque voy a llegar tarde. Otra vez. No sé como lo hago, pero es que no soy capaz de ponerle remedio. Si no es una cosa, es otra.

Mediahora más tarde, estoy saliendo de mi edificio superando el tráfico de la ciudad y acelerando en la autovía recortando los minutos. Mi coche ruge con potencia abriéndose paso entre la llanura lúgubre que recorre el comando. El sol está ya bastante alto y el dolor en mi estómago empieza a intensificarse. Me voy a ganar un regaño. ¿Qué digo? ¡Es su culpa!

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