Capítulo 41: Pasar la amarga página.

119 11 0
                                    

Las impetuosas ráfagas de una helada ventisca decembrina morían relegadas en el duro vidrio del enorme ajimez que protegía el interior de aquella ostentosa habitación. Los residuos de nieve se acumulaban por mórbidas cantidades en el borde del ya mencionado ventanal, mostrando de manera vívida la verdadera mañana de navidad. La sintética calefacción pasó a segundo plano, la calidez que sus cuerpos destilaban era lo suficientemente fuerte para mantener a ambos en un aura de entera tibieza. Las manijas del reloj anunciaron las cinco y cuarenta de la madrugada, por lo que el chico de los castaños cabellos se removió un poco adolorido entre las mantas, con el brazo izquierdo prácticamente muerto debido a que el peso de su inconsciente ángel le repercutió justamente en esa zona. La sensación que se presentaba era como una legión de hormigas mordiéndolo sin parar; motivo por el cual, la lucidez llegó poco a poco a sus subconsciente; llevándolo así, a abrir las dos hermosas turquesas que le permitirían admirar con infinita plenitud la etérea pieza de arte que dormía sobre su desnudo pecho.

—Hazz… —susurró con mesura. No deseaba que la consciencia llegara al chico.— Buenos días, mi amor.

Con su suave carnosidad, depositó un pequeño beso a la altura de aquella tersa y tibia frente que yacía cubierta por algunas rebeldes mechitas de rizados cabellos. También, admiró sus húmedos labios, esos que permanecían un tanto abiertos producto de la presión que su duro torso ejercía en una de sus sonrosadas mejillas. Al observar esa escena tan involuntariamente adorable, sonrió con el intrépido deseo de saborear en profundidad esos ricos pliegues rosas de lo cuales era dueño su niño amado; no obstante, reprimió cualquier tipo de afectuoso acercamiento que pudiese interrumpir esa quietud contraria, misma que le ayudaría a efectuar su salida de la cama.

Con sumo sigilo apartó las sábanas que protegían su semidesnudo cuerpo, mientras este se movía de modo prudente ajustando su mirada de forma minuciosa hacia la corta estancia. Sus bellas turquesas buscaron rápidamente los jerseys negros que había usado la noche anterior; propios que encontró en algún punto del suelo, y cuidando que su novio no despertara, abandonó la cama en dirección a la prenda que de un segundo a otro cubrió sus torneadas piernas. Momentos más tarde, exploró visualmente la ubicación de sus calcetines y sus tenis, mismos que encontró en un santiamén. Caminó hacia ellos, y así, terminó de vestir toda la parte baja de su cuerpo.

Luego, sus pies se dirigieron al nada modesto closet situado en la esquina de la azulada pared. Abrió despaciosamente ambas compuertas que resguardaban toda su fina vestimenta; sin embargo, esa mañana optaría por algo más tibio y casual, tomando en cuenta el grotesco invierno que hacía sucumbir a su tan amada Londres. Entonces, de uno de los primeros seis cajones sacó un sencillo suéter color gris, mientras que de otro compartimiento, tomó una gruesa chamarra de franela con figuras cuadriculadas en tonalidades negras y rojas esas que combinaron a la perfección con su cómodo buzo.

Y en cuestión de segundos, toda la parte alta, se encontró completamente vestida.

Giró su cuerpo para trasladar su andar hacia el buró justo, a lado de la cama en la cual aún se encontraba descansando el inconsciente ojiverde. Estuvo a punto de llegar a su destino cuando algo lo detuvo abruptamente interrumpiendo sus primeros propósitos. Louis recordó algo que, de ser descubierto por un husmeador rizado, perdería en demasía la especialidad.

Tenía miedo que Harry, luego de tomar una ducha rebuscara entre sus ropas algo que le ajustara su cuerpo y en ese proceso toparse con el detalle que a través de su significado marcaría ambas vidas por toda la metafórica eternidad. Por ello, cambió el rumbo de sus pasos hasta su guardarropa y de la primera gaveta sustrajo aquella pequeña cajita aterciopelada que escondía en su interior una hermosa sortija de plata, esa que anunciaba un pronto pacto del más inefable amor.

Sobre Hielo [ Larry stylinson] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora