"Reclamo"

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La miro, inconsciente sobre la cama, y en mi mente se repite una y otra vez: "Te odio"

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La miro, inconsciente sobre la cama, y en mi mente se repite una y otra vez: "Te odio". Es irónico, porque sé que lo que siento por Liliana no es amor, sino una obsesión intensa y arrolladora. Sin embargo, no puedo negar que el saber que ella posiblemente me odie me duele. No debería importarme, pero lo hace.

Debería bastarme con que ella me desee como yo la deseo, pero al mismo tiempo, quiero que me ame. Quiero que me mire con la misma intensidad con la que yo la miro a ella, que sus ojos reflejen algo más que miedo y rechazo.

La acomodo mejor en la cama, asegurándome de que esté cómoda, aunque sé que cuando despierte, no lo estará. Paso casi una hora observándola, perdido en mis pensamientos, cuando finalmente tocan la puerta de la habitación. Rosa entra, acompañada de Gober.

—¿Sabe? Podría haber adormecido la zona —dice Gober, sacando el instrumental que necesita. Todos sus movimientos son experimentados y eficaces; es un profesional en lo suyo—. Es un procedimiento sencillo, no requiere que el paciente esté inconsciente.

—Es mejor así. —No le explico nada más, pero creo que Gober lo entiende porque no dice nada más. En su lugar, se pone los guantes, saca una jeringuilla grande con una aguja hipodérmica gruesa y se acerca a Liliana.

Me aparto para darle algo más de espacio.

—¿Cuántos rastreadores quiere? ¿Uno o más? —pregunta, mirando hacia mi dirección.

—Tres. —Ya había pensado antes en esto y es lo que me parece más lógico. Si alguna vez la secuestran, puede que mis enemigos piensen en buscar un microchip rastreador en su cuerpo, pero seguro que no buscan tres.

—Vale. Pondré uno en el brazo, otro en la cadera y otro en el interior del muslo.

—Con eso valdrá. —Los rastreadores son diminutos, del tamaño de un grano de arroz, así que Liliana ni siquiera los sentirá hasta que pasen varios días. También estoy planeando que lleve una pulsera especial como señuelo; tendrá un cuarto rastreador dentro. De este modo, si los secuestradores encuentran la pulsera rastreadora, puede que se despisten lo suficiente como para no buscarle ninguno más.

—Vale, pues eso haremos —dice Gober y, frotando el brazo de Liliana con una solución desinfectante, presiona la aguja en su piel. Una pequeña gotita de sangre brota al entrar la aguja, depositando el rastreador; después vuelve a desinfectar la zona y la cubre con un apósito pequeño.

El siguiente implante es en su cadera, seguido de otro en el interior del muslo. Han pasado menos de seis minutos desde el comienzo hasta el fin del procedimiento y Liliana duerme tranquilamente.

—Ya está —dice Gober, quitándose los guantes y guardando el instrumental en su maletín—. Puede quitarle los apósitos dentro de una hora, una vez que deje de sangrar, y ponerle tiritas normales. Puede que esas zonas estén sensibles durante un par de días, pero no debería haber ninguna cicatrización si mantiene los puntos de inserción limpios mientras tanto. Si ocurre algo, llámeme, pero no creo que haya ningún problema.

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