63. El Misterio del Príncipe Mestizo

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Una tarde, poco después del Año Nuevo, Harry, Ron, Ginny, Eileen y Sarah se alinearon junto a la chimenea, listos para regresar a Hogwarts. El Ministerio había facilitado una conexión especial a la Red Flu para asegurar que los estudiantes volvieran de manera rápida y segura. Los únicos presentes para despedir a los jóvenes eran la señora Weasley y Sirius; el señor Weasley, Fred, George, Bill y Fleur ya se habían marchado a trabajar. La señora Weasley se deshacía en lágrimas, algo que se había vuelto común en ella desde Navidad, donde su sensibilidad había estado a flor de piel. Sirius, por su parte, permanecía en silencio, observando a los chicos y ocultando la preocupación que lo atormentaba por su ahijado y sobrina.

—No llores, mamá —la consoló Ginny suavemente, acariciándole la espalda mientras la señora Weasley lloraba sobre su hombro—. Todo está bien...

—Sí, mamá, no te preocupes por nosotros —añadió Ron, permitiendo que su madre lo besara en la mejilla—. Y mucho menos por Percy. Ese imbécil no merece que sufras por él.

Estas palabras parecieron intensificar el llanto de la señora Weasley cuando abrazó a Harry, quien la miraba con afecto y un dejo de incomodidad.

—Prométeme que tendrás cuidado... y que no te meterás en problemas.

—¡Pero si yo nunca me meto en problemas, señora Weasley! —respondió Harry, esbozando una sonrisa traviesa—. Usted ya me conoce, me gusta la tranquilidad.

La señora Weasley soltó una risa entre sollozos y se separó de él, limpiándose las lágrimas rápidamente.

—Pórtense bien, todos... —les dijo con la voz quebrada.

Uno a uno desaparecieron en las llamas verde esmeralda. Sarah, la última en entrar, echó una última mirada fugaz al salón antes de ser envuelta por el fuego mágico. La imagen de la señora Weasley, llorosa, y de Sirius, con su expresión sombría, quedó grabada en su mente mientras la magia la transportaba a toda velocidad. Pronto, la velocidad disminuyó y, de repente, se encontró en la oficina de la profesora McGonagall. La directora apenas levantó la vista de sus papeles mientras Sarah salía, algo desorientada, de la chimenea.

—Buenas noches, Prince. Intenta no ensuciar mi alfombra con cenizas.

—Buenas noches, profesora —respondió Sarah, sacudiéndose el polvo de la túnica.

—Potter, Stark y los Weasley ya están en la sala común. Te sugiero que hagas lo mismo.

—Sí, claro —asintió, antes de dirigirse hacia la salida.

Al día siguiente, las clases comenzaron como de costumbre, pero había algo claramente diferente en el ambiente: la actitud de Sarah. El duelo por la pérdida de su hermano se había instalado en su vida de una manera dolorosa y evidente. Durante las lecciones, apenas participaba y su atención parecía dispersa, como si su cuerpo funcionara en piloto automático, sin que su mente estuviera verdaderamente presente. Intentar dormir era inútil, ya que cada vez que cerraba los ojos, las imágenes de aquella fatídica noche la perseguían, atormentándola con recuerdos que avivaban un profundo sentimiento de culpa. Esto la dejaba exhausta y, como consecuencia, se quedaba dormida entre clases. Neville, quien había notado su estado, la despertaba en varias ocasiones. Al principio lo hacía con timidez, pero pronto se convirtió en una rutina casi natural.

Durante las comidas y los ratos libres, Neville no se separaba de Sarah. Aunque era un apoyo silencioso, él disfrutaba de la compañía de alguien que no lo juzgaba ni lo criticaba constantemente. Ambos se sentían cómodos juntos, pero no podían ignorar la sensación de ser observados. Eileen, por supuesto, vigilaba cada uno de sus movimientos y no estaba para nada contenta al ver a su amiga tan cercana a Neville. Sin embargo, había malinterpretado por completo las intenciones del chico, lo que alimentaba su creciente descontento.

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