Sasha
El dolor fue algo indescriptible que subestimé.
El ardor se precipitó a través de mi torrente sanguíneo convirtiendo mi sangre en fuego líquido. Se me contrajeron los músculos y la agonía me paralizó, evitó que cualquier sonido escapara de mi boca, hinchó mis venas, las veía pronunciándose bajo mi piel como bordes gruesos que palpitaban con dureza y fuerza, mancillando mis oídos.
Todos mis sentidos se potencializaron, sentía como el veneno actuaba en mi cabeza, cada vez que avanzaba más, empujaba con una contracción de dolor que me hacia gritar, pero de mi garganta no salía ningún sonido y eso era desesperante.
Mis manos se hicieron puño, sujetaron la madera de la silla hasta que las uñas me dolieron por la presión, mientras una capa de sudor empapaba mi ropa. Quería que parara, esto me llevaba al límite, las palpitaciones en mis sienes pusieron lagrimas en mis ojos, parecía que me aplastaban la cabeza con grandes bloques de concreto, como si buscaran romperme el cráneo. Una y otra vez, sin parar, sin que el dolor disminuyera.
Entonces, mi mente se fue abriendo, lo que eran lagunas oscuras, poco a poco se llenaban de luz, una luz que me llamaba como si se tratara del canto de una sirena. No me pude resistir, avancé hacia las aguas calmadas y cristalinas, sumergiéndome en ellas, jadeante y asustado al tiempo que los recuerdos se desbloqueaban.
Reconocí mis manos pequeñas adheridas a la madera del dosel de las escaleras, mi cuerpo sentía frio y las lagrimas bañaban mi cara. Delante de mí se encontraba Sergey, había más gente, pero ninguna tenía un rostro, solo veía a Sergey y a sus pies, los cuerpos de dos personas yacían sin vida.
Un hombre que reconocí como mi padre: Alexander Buric. Tenía sangre empapando su pijama, no se movía, las extremidades rígidas y flácidas a la vez, mientras que a su lado estaba la figura femenina de mi madre: Elena Buric. El cabello rubio desparramado sobre el suelo, sus ojos cerrados, parecía dormida, no había sangre en ella, pero su pecho tampoco se movía.
Estaban muertos. Mis padres estaban muertos.
Ambos tenían sus manos unidas, diciendo en ese último gesto que, ni siquiera la muerte iba a separarlos.
Entonces, Sergey se encontró con mi mirada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, él lloraba, lloraba porque acababa de matar a mi mamá.
El recuerdo se desvaneció y me encontré en la mansión de Joseph. El corazón me latió más rápido cuando vi a Erin sollozar desde las escaleras, llorando por la muerte de su mamá. A ella también se la habían arrebatado. Llevaba la muñeca, la muñeca de porcelana.
Muñequita de porcelana.
Era idéntica a ella. Por eso la llamé así.
Corrí entre esos recuerdos, encontrándonos en su habitación, ella me veía como su salvador, no distinguía la maldad que crecía en mi interior, sonreía al mirarme y se sentía a salvo en mis brazos, junto a mí. Ella no quería que me fuera.
—Mi ángel, desde que apareciste en mi vida no he dejado de pensarte.
—Eres... Somos muy jóvenes, muñequita, aún somos niños.
—Sé lo que es el amor, sé cómo debe sentirse, y yo lo siento cada vez que te miro. Lo sé porque las princesas en los cuentos lo describen.
—¿Qué sientes?
—Que no quiero mirar a nadie más. Contigo me siento tranquila. Cuando te tengo cerca me calmas, siento mariposas en el estómago, pero son suaves y me gusta la sensación.