Capítulo 9: Espejismos

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Erin

Lo que más extrañaría de casa, sería esa conexión que me hacia sentir más cerca de mi madre. Su habitación parecía conservar el olor de su perfume y su risa era capaz de percibirla si me concentraba lo suficiente para traerla a mis recuerdos como imágenes nítidas y claras. Sin embargo, no siempre lograba sostenerla frente a mis ojos, cuanto más me acercaba al momento de su muerte, menos podía recordar.

Los dolores de cabeza se volvían constantes cada vez que indagaba en mi memoria. Es como si alguien hubiese puesto una barrera que me traería dolor cuando decidiera atreverme a ir a esos momentos.

Dolía, por supuesto. Apenas y me permitieron tener una fotografía de ella, hasta el día de hoy no comprendía por qué el nombre de mi madre debió quedar sepultado junto con ella, como si hubiera cometido el peor de los crímenes, aunque a los ojos de Dios sería así, ¿no? Pero papá distaba de ser religioso o siquiera acercarse a pronunciar el nombre de Dios. Así que no comprendía y quizá jamás lo haría.

—Hola, rousse —saludó Dominic, distrayéndome de mis pensamientos.

Alcé el rostro hacia él, la luz del sol dando contra su espalda, escondía de mi escrutinio sus facciones, achiqué los ojos, aún apoyada contra el gran árbol bajo el que solía pasar el tiempo algunas ocasiones; de repente, un recuerdo fugaz perpetró mi memoria, mostrándome a un joven enjuto y rubio, vestido de negro y con las manos cubiertas por unos guantes ajustados que me provocaron una sensación rara, mientras sus brazos se mantenían extendidos para mí.

El corazón se me aceleró mientras la imagen no perduraba lo suficiente como para analizarla a consciencia. Pasé saliva, con el estomago revuelto y el vacío acentuándose en mi pecho. Parecía que estaba condenada a vivir con él y jodía, jodía demasiado caminar todos los días por los rincones de mi subconsciente tratando de encontrar aquello que me faltaba. Se volvió un ciclo dentro de un laberinto sin salida.

—Hola —devolví el saludo al fin.

Confiado, tomó asiento a mi lado, nuestros brazos se rozaron, percibí el calor que emanaba de su cuerpo y la loción conocida se deslizó por mi nariz. Hoy iba vestido con un traje gris a la medida y un chaleco debajo, sin corbata; traía el cabello bien acomodado y ligeramente brilloso.

—Llevas aquí todo el día, ¿estás bien?

Bajé la mirada a mis manos, en ellas sostenía la muñeca de porcelana que mamá me obsequió, se mantenía intacta y era lo que más amaba. La conservaba como el mayor de mis tesoros.

—Hoy es el aniversario de mamá —susurré ausente, él conocía las fechas, pero al parecer, lo había olvidado.

—Lo sé —su respuesta refutó contra mis pensamientos—, te traje algo.

Hasta ese momento reparé en el regalo que sostenía entre sus manos, envuelto en papel brilloso en color azul, mi color favorito. Enseguida me tendió el obsequió, curiosa lo desenvolví.

Contuve las lagrimas, pero el ardor fue en aumento mientras veía el retrato enmarcado en cristal. Se trataba de una fotografía hecha de pintura, alguien nos había pintado a mamá y a mí, recreando la foto que descansaba en mi mesita de noche, solo que mi edad era la actual, así como acentuaron los años de manera perfecta a través del rostro de mi madre. Hicieron un trabajo impecable y único, se veía tan real, como si de verdad nos hubieran tomado esa fotografía.

Sollocé de alegría y de tristeza.

—No te la traje para que lloraras, rousse.

—Es mi mamá —hipé, presioné el marco contra mi pecho—, mi mamá.

Perverso ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora