Capítulo 6

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Cuando la puerta de entrada se cerró, y Erik supo que Owen se había ido a la universidad, el día comenzó para el menor. Sin prisas, tranquilamente, acabó con el cigarrillo que tenía entre los labios. Jugaba con el humo, haciendo anillos y otros trucos. Era algo que siempre le había relajado. Cuando sintió que ya iba a quemarse los dedos lo aplastó contra el cenicero, apagándolo, echó hacia el aire la última bocanada de humo y se levantó de la cama.

Su habitación estaba hecha un asco, pero le daba tanta pereza recoger... Al final decidió limpiarla un poco, solamente por si aquella noche se traía a algún chico. Abrió las ventanas para dejar correr el aire, recogió la ropa sucia y la echó a lavar junto a las sábanas, cogió todo lo que había sobre el escritorio y, sin molestarse en ordenarlo, lo metió en uno de los cajones, recogió los pocos peluches que tenía, guardó los libros en la mochila y escondió los consoladores bajo la cama. Sí, ahora la habitación tenía mucho mejor aspecto.

Se frotó el ojo izquierdo con la parte baja de la palma de la mano, izquierda también, y soltó un pesado y denso suspiro. No había dormido nada la noche anterior, por lo que estaba agotado. Movió un poco sus hombros y sin embelesarse más se dirigió hacia la ducha.

***

—Helena, te digo que es verdad—comentó el chico con una sonrisa divertida, con el móvil pegado en la oreja y frente a la nevera abierta. No encontraba nada para comer que no tuviera que cocinar.

—No te creo—la voz de una chica sonó al otro lado de la línea—. Vamos, O'Brennan, ¿Asbjörn Leifsson? ¿El empresario? Estás soñando...

—Puedo darte pruebas—dijo, dispuesto a mantener su orgullo ante todo.

—Bien, quiero esas pruebas.

—Bueno...—cerró la nevera y dio media vuelta, dispuesto a ir al salón—. En realidad no tengo pruebas. Pero la próxima vez que quedemos tendré.

—Por supuesto—dijo la chica con ironía, para después reír un poco—. Oye, tengo que irme, mi padre me reclama. ¿Hablamos luego?

—Claro, te llamaré por la tarde.

—De acuerdo. Que tengas un buen día.

—Adiós, guapa—la llamada se cortó y Erik dejó caer el móvil en el sofá, para luego tirarse de una manera similar al lado.

No sabía qué hacer. Tenía hambre, pero no quería —o más bien no sabía— cocinar. Pensó un momento en salir a la calle y comprar algo con lo que saciar su apetito. En realidad no le hacía especial ilusión, de nuevo la pereza volvía a aparecer. Pero era eso o morir de hambre. Y no quería morir de hambre. Así pues se puso la chaqueta, metió en los bolsillos de esta el móvil, los auriculares, las llaves, dinero, la cajetilla de cigarros y el mechero y salió a paso ligero de casa. Eran en momentos como aquel cuando más extrañaba Irlanda. En su antigua casa, en aquella urbanización a las afueras de Dublín. Solo le hacía falta caminar unos metros por aquellas calles llenas de color para llegar a un pequeño supermercado. Allí siempre iba a comprar cuando tenía hambre o algún antojo. La dependienta era tan amable, y le hacía sentir tan bien. A veces pasaba por allí cuando volvía del instituto, con su bicicleta. Le gustaba cerrar los ojos y volver a recordar aquellas calles por las que tantas veces había paseado, prácticamente desde que empezó a mantenerse en pie.

El suelo solía estar húmedo, pues las lluvias eran constantes en su país natal. Y el cielo, a pesar de estar gris, le daba una luz llena de vida. Todas las casas iguales, de un color tierra rojizo, y un jardín delantero decorado cada uno de una forma diferente. Algunos tenían flores, que daban un color vivo y llamativo en contraste con el cielo. Algunos otros tenían árboles, manzanos o naranjos. Había gente, pero poca. Muy poca. Y llevaban un ritmo calmado, disfrutando de cada pequeño pedazo de vida.

SugarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora