Capítulo 27

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Lo primero que hizo al entrar en la habitación fue abrir las ventanas, dejando que la brisa otoñal inundara la estancia. Amanda no solía ordenar las habitaciones de sus hijos, desde pequeños ya se había ocupado de enseñarles que sus habitaciones eran parte de su responsabilidad y debían ordenarlas y limpiarlas ellos. Hasta el momento parecía haber funcionado bastante bien, pero teniendo en cuenta la situación de su hijo pequeño decidió que podía echarle una mano, mientras él estaba fuera, sabía Dios dónde.

Suspiró suavemente y amontonó la ropa sucia que se fue encontrando por el suelo, se puso a ordenar también el armario, y el escritorio. Allí parecía que había caído una bomba, se preguntó cuánto hacía que Erik no ponía orden entre tantos papeles, lápices y libros.

Uno de los bolígrafos cayó de la mesa y rodó hasta quedar debajo de la cama. Amanda volvió a suspirar y, con una mano sobre los riñones, se agachó para buscarlo. Miró debajo de la cama, un poco de reojo, y echó la mano para empezar a palpar, a ver si daba con el bolígrafo. Pero dio con otra cosa. Sus dedos rozaron una superficie algo rugosa, plana. Parecía alguna especie de tela. Con cuidado tiró de ella hasta sacarlo de debajo de la cama. Quedó sorprendida al descubrir que se trataba de un lienzo. En él había retratado un hombre de piel clara y ojos azules. Estaba desnudo, sentado en una silla, y con una mirada cálida. El cuadro, aunque inacabado, parecía toda una obra de arte.

Por un momento, lo primero que pasó por su mente fue llamar a su marido para que viniera a ver el cuadro, pero rápidamente cambió de opinión. No, él no podía ver aquel cuadro. Él no lo entendería. Volvió a posar la mirada sobre aquellos dos cristales de hielo y repasó la pintura con la punta de sus dedos. Se había hartado de escuchar a Erik decir que quería ir a una escuela de arte, pero nunca había visto realmente sus trabajos. ¿Era eso lo que su hijo hacía? ¿Lo que era capaz de hacer? ¿Era ese el nivel, la habilidad, que clandestinamente había ido asumiendo? Si tal fuera el caso, privarle de una formación artística profesional le parecía la peor decisión jamás tomada. Si Erik tenía aquel talento no podía quedarse olvidado debajo de la cama. Ella no podía permitir que eso pasara. Definitivamente, tenía que hablar con él. Con cuidado volvió a dejar el cuadro bajo la cama y siguió limpiando la habitación.

En el piso de abajo Owen había reunido todas sus fuerzas para hablar con su padre, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera a funcionar.

—¿Que quieres qué? —dijo el hombre incrédulo, alzando una ceja.

—Volver a tocar el piano—sus manos temblaban, sentía la garganta seca, pero no iba a echarse atrás ahora.

—Por el amor de Dios, Owen...—su padre hizo una mueca y volvió a hundir la mirada en el teléfono.

El chico se mordió el labio y apartó suavemente el móvil, intentando no parecer muy amenazante, pero reclamando su atención de todos modos.

—Papá, ya lo he decidido. Quiero volver a tocar el piano, por favor...

—¿Pero tú te estás escuchando? —Jeff suspiró y se llevó la mano a la sien, masajeándola—. Hace siete años que dejaste el piano, ¿por qué quieres volver ahora? Además, estás haciendo el máster de derecho, ¿no? Debes centrarte en eso.

—Pero a mí no me gusta derecho—dijo algo angustiado, con la respiración un poco acelerada—. No me gusta, papá. Y... y no quiero hacer algo que no me gusta el resto de mi vida. Ya no...

El hombre le miró fijamente durante unos segundos, con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? ¿Erik te ha comido la cabeza?

—Papá...—Owen rodó los ojos, viendo que la situación se le complicaba.

—Ahora solo falta que también seas maricón.

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