Capítulo 30

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Cuando Erik vio a su madre agacharse y rebuscar bajo su cama sintió que se le detenía el corazón. Si encontraba sus consoladores sería el fin del mundo. Así que esperó, con las manos sudándole, esperando a que la mujer sacara lo que estaba buscando.

Y fue algo mucho peor que unos consoladores.

La garganta de Erik se cerró herméticamente al ver el cuadro inacabado de Björn, que su madre sujetaba con sorprendente cuidado. Se levantó como un resorte de la silla del escritorio, donde había estado sentado esperando, y abrió la boca para decir algo. Pero solo le salieron balbuceos. La mirada de su madre era severa, profunda, y con un intenso brillo en ella. Erik realmente pensó que era el fin.

—Puedo explicarlo, de verdad—su voz sonó insegura, con miedo.

—¿Esto lo has pintado tú?

Erik se acercó un poco más, alargando las manos, en un intento vago de alcanzar el cuadro.

—Mamá, por favor...

—Contéstame, Erik. ¿Lo has pintado tú?

El joven suspiró suavemente, agachando la cabeza y mordiéndose el labio. ¿Qué más alternativas le quedaban? La puerta estaba cerrada y saltar por la ventana le pareció peligroso.

—Sí, bueno, yo...—volvió a suspirar, intentando calmar su corazón—. Sí, lo he pintado yo...

Su madre se quedó por un momento en silencio, casi pensativa, y volvió a mirar el cuadro con escrupulosa atención. Su ojo crítico paseó por las pinceladas del óleo, estudiando con detenimiento la técnica y la destreza con la que se habían efectuado. Era, sin lugar a dudas, una obra maestra.

—¿Tienes más? —Erik asintió, cada vez más nervioso—. Enséñamelos.

El chico se acercó hacia el armario, y empezó a sacar algunos lienzos. En total, cinco más.

—Solo tengo estos, son... son los que más me gustan. La mayoría los acabo tirando...

Amanda abrió los ojos como platos y se lanzó a mirar el resto de cuadros. Un par de bodegones de naturaleza muerta y los otros tres eran retratos, como el primero. En uno de ellos pudo reconocer la atlética figura de Helena, sentada junto a una ventana. Si aquel otro cuadro, inacabado, le había parecido una maravilla aquellos superaban con creces todas sus expectativas. Rió suavemente, confundiendo a Erik, y siguió observando con estupefacción aquellos cuadros.

—¿Cómo? ¿Cómo has aprendido todo esto, cielo? —se giró hacia su hijo—. ¿Cómo has hecho esto sin que ni tu padre ni yo nos enteráramos?

El joven se encogió de hombros, sentándose en la cama y observando de cerca sus obras.

—Bueno... siempre me dejasteis en claro que no queríais que me acercara al arte, así que... supongo que lo hice en secreto.

—Pero esto... esto es impresionante, Erik—volvió a reír, echándose el pelo hacia atrás—. Es impresionante...

Erik le miró bastante sorprendido, con las cejas alzadas.

—¿Te gustan?...

—¡Pues claro que me gustan! ¡Son una maravilla! —cogió uno de los bodegones—. ¡Por el amor de Dios, mira el brillo de estos limones! —a Erik se le escapó una pequeña risilla—. Erik, si hubiese sabido que tenías este talento...

—Bueno, no es talento—la interrumpió, frunciendo un poco el ceño—. Es trabajo, solo eso.

Amanda volvió a mirar los cuadros, negando suavemente con la cabeza.

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