Capítulo 41

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Agosto estaba a la vuelta de la esquina. A Erik siempre le había gustado el verano, desde pequeño había sido su estación favorita. No saber nadar nunca le había impedido viajar a la costa con su familia y disfrutar del sol y la arena. Verano era sinónimo indiscutible de buen rollo, de risas y, en definitiva, de felicidad.

Pero aquel verano era muy diferente. Aquel verano se le estaba haciendo eterno.

En aquel centro no había arena, no había sol. O al menos, a él le parecía que no lo había habido durante los últimos días. No había buen rollo, no había risas y definitivamente no había felicidad. Sabía que la había habido en algún punto, recordaba la sensación, pero ahora no era capaz de encontrarla.

Era evidente que su recuperación no podría ir siempre viento en popa. Lo sabía, era muy consciente de que tendría altibajos, y de que más de una vez se sentiría incapaz de seguir. Y a pesar de saberlo, no pudo evitar sentirse decepcionado al notar que aquella mañana, cuando el auxiliar entró en su habitación para despertarles, solo quiso que el colchón se lo tragase. No se encontraba bien, aquello era evidente, pero ya había agotado todas sus excusas y sabía que no le dejarían moverse a su aire. Él no era más que el resto, y si los otros chicos y chicas del centro tenían que cumplir con sus obligaciones, bueno, él también. Si pensaba bien, la palabra era agotado. Estaba agotado. De todo y de todos. De él primero.

Las ganas de comer eran aún menos que las de levantarse. Desgraciadamente, tampoco podía hacer nada con eso. Tenían terminalmente prohibido manipular la comida, y eso suponía no poder ni comer más ni comer menos de la ración que te daban. Por supuesto no comer tampoco era una opción. Se sentó en la mesa del comedor en silencio. Nanna estaba a su lado, como siempre, pero le bastó verle la cara de pocos amigos al irlandés para entender que, aquella mañana, no le apetecía hablar. Acabó con su desayuno a desgana y se levantó sin decir nada, dispuesto a salir al jardín y jugar un poco a fútbol mientras llegaba su hora de terapia. Pegarle puñetazos a la pared ya no era una opción, y de alguna manera debía sacar la rabia acumulada. Darle patadas a un balón era la única que se le ocurría por el momento.

Aquel lugar no era un centro psiquiátrico simple. Como bien le había explicado Björn en un principio, se trataba de un centro para jóvenes con problemas de conducta. Y eso quería decir que, la mayoría de las personas que estaban encerradas allí, eran potencialmente peligrosas. Para ellas mismas principalmente, pero también para su entorno. Los trastornos relacionados con la ira y el poco control sobre las emociones, sumándole las adicciones y la inminente abstinencia a la que se sometían al entrar en el centro, habían dado pie a muchas peleas. No era inusual de ver. Él mismo se había metido en algunas cuando entró, pero hacía mucho que se mantenía al margen.

Aquel día, claro, fue distinto.

Volvía del jardín cuando se cruzó con un par de chicos. No calculó bien las distancias y acabó dándoles un golpe con el hombro, pero lejos de sentirse avergonzado se sintió furioso. Aquel día no tenía ánimos ni para las menores gilipolleces.

—Joder, ve con cuidado.

—Ve tú con cuidado—le contestó de forma seca, acompañando las palabras con un empujón.

El chico se lo quedó mirando sorprendido, y parecía que tampoco estaba teniendo un buen día porque no vaciló al devolverle el golpe.

—¿Pero tú de qué coño vas? —y otro empujón, haciendo que Erik perdiera el equilibrio por un momento—. ¿Quieres pelea o qué?

El jaleo pronto llamó la atención, y la gente no tardó en empezar a acercarse. El irlandés sabía que se estaba metiendo en problemas. Sabía que tenía que parar. Pero en aquel momento no sabía cómo. Había vuelto a caer tan profundo en el pozo en aquellos últimos días que había olvidado por completo cómo se controlaban las emociones. Frunció el ceño y se abalanzó sobre el chico, dándole golpe tras golpe con toda la fuerza que podía sacar. No era mucha, pero le importaba tan poco que ni siquiera se paró a pensarlo.

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