Capítulo 52

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Erik se detuvo un momento para comprobar el número de la casa antes de atreverse a llamar al timbre. Sacó el teléfono, revisó el mensaje y volvió a mirar la casa.

—Sí, es esta...—murmuró para sí mismo, avanzando un par de pasos y llamando a la puerta.

Lo primero que oyó, después del repiqueteo del timbre, fueron los fuertes ladridos de un perro. Sabía que algunas mascotas se alteraban cuando llamaban a la puerta, al perro de su tía le pasaba lo mismo, por lo que no le dio mucha importancia. Después de un rato la puerta de entrada se abrió, y pudo ver a Nanna forcejeando con un pastor alemán que intentaba salir de casa.

—¡Ay, Aquiles, qué pesado! —cerró la puerta con cuidado y suspiró, girándose rápidamente y sonriéndole al chico—. ¡Qué pronto has llegado! En el centro no eras tan puntual.

Erik se rió a carcajadas y le dio un abrazo como saludo. Nanna estaba diferente. Le había crecido un poco el pelo, y ahora sus cascadas de oro le llegaban casi hasta el pecho. También había ganado un poco de peso, solamente algunos kilos que se notaban especialmente en su rostro, que ahora era un pelín más redondo. Aunque Erik pensó que no le comentaría nada de eso, por si le sentaba mal. Pero lo que más había cambiado de su aspecto era lo arreglada que estaba. No recordaba haberla visto nunca con maquillaje, pero qué bien le sentaba. La línea afilada de los ojos y el pintalabios carmín resaltaban sus facciones suaves. Parecía mucho más mayor, en el buen sentido, y el vestido de tela suave le hacía una bonita silueta de campana.

—Qué bonito—comentó, acariciando suavemente el hombro del vestido.

—¡Gracias! Tiene bolsillos—Nanna respondió entusiasmada, metiendo rápidamente las manos en los bolsillos de la pieza para mostrarle a su amigo aquel detalle.

Erik no entendía por qué a todas las chicas les emocionaba tanto que los vestidos tuvieran bolsillos, pero le encantó ver a Nanna tan feliz. Siempre había sido una chica positiva. Si creyera en Dios, habría pensado en más de una ocasión que la había puesto en su vida con la exclusiva función de mantener la luz encendida, de recordarle que la vida era bonita y que valía la pena ser feliz. Pero como no creía, tuvo que darle las gracias a la, por fortuna, conveniente casualidad. Nanna era una de esas casualidades que te pasan muy, muy de vez en cuando. Que son tan preciadas que piensas que debe ser obra del destino, pero que en realidad es solo el caos siguiendo su curso. Y que, por mucho que lo intentes, nunca puedes agradecer lo suficiente.

Y ahora que lo pensaba, quizá había un punto de egoísmo en suponer que Nanna estaba allí para hacerle feliz. No, claro que era egoísta pensar en ello. Pero nadie tenía por qué enterarse, así que prefirió seguir viéndola como su ángel guardián dentro de su mente.

—Sabes a dónde vamos, ¿verdad? —habló Erik, apretando un poco el paso para caminar a su lado—. Porque yo me he mirado lo de los buses pero no me ha quedado muy claro cómo llegar.

—Sí, tranquilo, todo controlado.

Erik sonrió emocionado y se detuvo cuando llegaron a la parada del bus. Era una suerte que Nanna hubiera accedido a acompañarle a hacer la matrícula para el nuevo curso, porque el chico aún se sentía un poco en pañales en cuanto al islandés. Y con la ayuda de su amiga todo sería más fácil. Nanna vivía bastante cerca del centro, por lo que no tardaron mucho en llegar. Se bajaron del bus y caminaron un par de calles hasta la facultad. Erik dejó que la chica hablara, mientras él se entretenía observando y analizando su alrededor. Muchas veces había escuchado eso de que los mejores artistas eran los más observadores. Y no era por tirarse flores encima, pero era consciente de que observar siempre había sido uno de sus fuertes. Si no le gustara el arte, seguramente se habría convertido en detective.

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