Prólogo

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Era una reina hermosa, la más hermosa de su generación y de igual medida en belleza a mujeres del Gran Reino. Su piel era oscura y sus cabellos negros como la noche que arropaba al castillo ese día. Voluptuosa, elegante y sensual al mismo tiempo, sus ojos reflejaban el ardor de la sensualidad y la riqueza del carisma.

Y es que LoudRia jamás había tenido todo en una sola mujer; entendimiento, discernimiento y conocimiento en un solo cuerpo. Su voz era experiencia y su corazón una profunda reflexión hecha vida, ¿Quién habría de esperar que aquella mujer, tranquila y feliz, hubiera estado acongojada por alguna cosa?

Nada le faltaba, su hermoso e imperante rey se lo había regalado todo, incluso su fertilidad, su amor, su mandato, su respeto y su inagotable fervor. Pero ese rey había partido aquella tarde de primavera y sus cuatro hijos se paseaban entristecidos entre los muros del castillo.

No lloraban, pero La Reina lo sentía. Su experiencia de madre le decía que sus niños no estaban bien, pues no jugaban, no reían, no se aventuraban en el jardín colorido de su esposo. No hacían nada más que extrañarlo, y aunque nunca se lo dijeran, ella lo sabía.

El Rey partió a visitar a su hermano menor, como cada año lo hacía, pero esta vez iba sin su numerosa familia. Había cambiado los carromatos por armas, los regalos por armaduras y a sus niños por caballeros. Había un conflicto entre ellos; cosa que era de esperarse, y ella lo comprendía a la perfección, pero sus hijos estaban compungidos y su amor de madre le exigía pensar en cómo arrebatarles tan profunda sensación.

Estuvo impaciente en la biblioteca durante tres largos y silenciosos días. Se clavaba de lleno entre los libros del Rey y releía cada historia, rememoraba cada vivencia y recapitulaba cada acontecimiento en su enorme continente.

«Debe haber algo —se decía interna—. No puedo permitirme que los pequeños continúen en esa depresión.»

Los cuatro habían dejado de comer e incluso sufrían pesadillas durante las noches. Y La Reina sufría los presagios del lamento; estaba ligeramente desesperada ante su dilema y los caprichos del hombre al que amaba más que nada en el mundo.

«Ese esposo mío. Nunca entenderá que su familia depende de su amor tanto como mi vientre depende de él —pensó—. Y es que siempre hay uno que se entrega más a la aventura del amor... He sido yo quien se ha entregado a él por completo. Lo amo con todas mis fuerzas, pero amo mucho más a los niños que me ha dado...»

Entonces encontró aquel pergamino dorado que una vez pasó por manos del Rey, ese que solo cuando se casó ella pudo leer y aquel que había pasado por tantas manos que era imposible recordar nombres.

Era una predicción pasada, incauta y protegida por Los Reyes desde hacía décadas, lo que había entonado El Oráculo una noche de otoño y desde donde su historia surgió.

La Reina recordó ligeramente a la criatura; un hombre también mujer, pero que tampoco era ninguno de los dos. Raquítico, de ojos amarillos y cuencas purpúreas. Con rasgos afeminados, lampiño de cuerpo y cuya piel poseía unas cuantas perforaciones para sepultar sus huesos en prendas de bronce sucio.

Sonrió al sentirlo un amigo, desenrolló el papel entre la delicadeza de sus largas uñas y leyó:

¡Oh Dioses! salven a la tierra

Porque solo ustedes son grandes

Y porque solo en sus manos está la fuerza

Y esta que entono es sobre él

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora