10: La Dama del Lago

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Aquel día los niños jugaron como nunca; corriendo, saltando y sobre todo, riendo. Sus carcajadas podían escucharse en el jardín arropado por la más hermosa de las primaveras. Las flores parecían cantar mientras bailaban entre las brisas delicadas del viento, los árboles se erguían sobre sus cabezas para mostrar los frutos más jugosos de todo el continente, el pasto era una ola fina y baja que ahogada sus pasos entre fragancias sutiles, y el sol brillaba como cuando El Rey compartía con sus hijos.

El castillo del reino fue invadido por una felicidad que parecía opacar la ausencia del padre con el pasar de las horas, y la madre observada desde sus exquisitos balcones con una sonrisa modesta y la satisfacción exaltando su rostro.

«Si pudieras verlos, esposo mío; sonríen a pesar de tu partida.»

Esa noche, Sara, Lucy, Margaret y Emil se mostraban ansiosos por la continuación de tan maravillosa historia, y La Reina desde luego, siguió el cuento:

"He llegado a saber, ¡Oh hijos míos! Que cuando el fuego fue provocado por Nathanielle, La Casa de Azúcar explotó en mil pedazos. Las Elegidas sobrevivieron pero terminaron mal heridas producto de las llamas.

Salieron airosas y corrieron entre la flora cristalizada del Bosque Precioso, con lágrimas en los ojos y un cansancio impertinente. Cenicienta auxiliaba a Belle, quien se había golpeado el tobillo con una roca, Aurora se abrazaba al títere en el que habían convertido a Temis, y Blancanieves corría desesperada y con ciertos mechones quemados.

Sus pieles estaban sudadas y sucias, sus vestidos se habían rasgado y sus caperuzas resultaron destruidas ante el ataque. Trataron de ubicar a Robin gritando su nombre, pero el justiciero nunca apareció. Y caminaron, caminaron y caminaron sin un rumbo fijo; empalidecidas del miedo y desesperadas por los nervios.

No comprendieron la actitud de aquel despiadado príncipe y las preguntas, el conflicto y la zozobra invadieron sus cabezas taladrándoles las sienes; como si de una aguja se tratase. Estaban tan afectadas que apenas y podían razonar, y el terror era tal, que más de una vez quisieron gritar.

Aurora usó el reloj de bolsillo para liberar otro de los tifones azules, de esos escarchados y de relámpagos brillantes, y las cuatro saltaron a su agresivo vórtice. Sintieron subir, bajar y golpearse un par de veces, giraron entre destellos de escarcha electrificada y al final volvieron a caer.

Estaban en los linderos del Bosque Vivo, aquel cuyas plantas parecían moverse por sí solas. De un lado estaba el Río de La Rosa y del otro; los árboles y demás hiedras adornaban la intrincada espesura de su paisaje. Todas se tumbaron entre la grama para llorar desesperadas y en silencio, nadie dijo nada y poco a poco se fueron calmando.

—No entiendo qué hemos hecho para recibir semejante castigo de los Dioses —soltó Cenicienta mientras usaba el agua de río para lavarse la cara.

—Podemos llevarle la contraria a todos, pero nunca a ellos —Aurora se apartaba los trozos de ropa quemada para hablar—. Los Dioses escriben nuestros destinos...

—¡Al diablo con el destino! ¡Al diablo con los Dioses, con Nathanielle, con todo!

Y las demás hicieron gestos incómodos al escuchar el nombre del Príncipe Egoísta.

—Debemos calmarnos, en semejante estado no vamos a poder resolver nada —intervino Belle cruzada de brazos.

—No puedo calmarme. Estoy cansada de correr, de esconderme, de soñar con ese maldito infeliz que nos hace la vida tan miserable cada día que pasa —Cenicienta dejó ver sendas lágrimas de desespero—. Ese príncipe enfermo me quiere en su lecho... está obsesionado conmigo.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora