19: Corazon de piedra

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Aquella hermosa y voluptuosa mujer volvía a los aposentos de sus cuatro hijos pequeños, con una carta en la mano. El Rey había enviado noticias, y estaba a salvo y con vida al otro lado del continente.

Sara, Lucy, Margaret y Emil estuvieron inmensamente felices aquella noche de primavera, y la tranquilidad, el amor y la calma de La Reina se veían afables e imprudentes en su terso rostro.

Ella leyó en voz alta; y sus hijos y dos de sus cortesanas pudieron escuchar:

¡Oh Reina mía! Tú que estás con lo más maravilloso que tenemos, gracias. Gracias mil y un veces por cuidar de nuestros hijos con tu elegancia, tu bondad y tu amor eterno. Gracias por pensar en mí, por rezar por mí, y por hacer de mis senderos los caminos más seguros para retornar.

Y te amo mi Reina; y te extraño, y le digo a la luna constantemente que te recuerde cuanto te quiero, te adoro y te respeto. Porque eres mía y yo tuyo, y porque a pesar de los años, la llama de nuestro amor sigue tan humeante y viva como la primera vez que te vi.

Que los Dioses te bendigan y te colmen de alegría, que hagan de nuestra familia un nido de comprensión perfecta, y que nuestros hijos no dejen de pensar en mí; porque los amo, los extraño y los respeto.

No dejo de contar los días que restan para volver a reunirme con ustedes, porque son esa luz que han redimido mi corazón y porque tú; ¡Oh Reina mía! Eres la única en mi corazón, en mi mente y en mi cuerpo. Te extraño, y jamás dejaré de recordártelo, porque tú me enseñaste que se deben tomar decisiones, que se deben hacer ciertos sacrificios y que las buenas voluntades no deben hacerse para ser retribuidas.

Dentro de poco estaré en casa, porque sigo vivo y porque nunca antes lo había estado tanto hasta estos días.

Gabauris Moriet para todos,

El Rey de LoudRia

Los pequeños príncipes saltaron de una cama a otra sin poder contener la felicidad. Pero La Reina lloró como si de una mala noticia se tratase; como si le hubieran arrancado un trozo de alma. Y caminó hacia el balcón para estar más tranquila y sola.

Sus hijos no se dieron cuenta, pero aquellas palabras fueron tan desgarradoras y punzantes, que la mujer no pudo evitar semejante llanto. Estaba ahogada, y por primera vez en mucho tiempo, no pudo detener su enorme e impulsiva emoción.

Así como le ocurría a él, La Reina solo podía descolocarse por ese gran amor; el amor de su anterior vida, de esta y de las siguientes que vendrían. Porque se amaban y el Amor Verdadero era capaz de convertir hasta al más frío de los seres.

«Por favor, esposo mío. ¡Vuelve! —y lloraba; lloraba acaudaladamente—. Ya no son tus hijos los que te necesitan, soy yo ¡Soy yo! Te pido a gritos, le suplico a los Dioses que te regresen a mi lado... Por favor, por favor.»

Pero trató de calmarse; sus hijos se estaban dando cuenta, y el viento frío de la estación amenazaba con agitarle el cabello.

Se dio un respiro y trató inútilmente de dejar de pensar en su hombre. Se serenó, buscó un poco de agua y despidió a las cortesanas; volvía al juego de las historias.

Sara y Lucy le invitaron a ponerse cómoda entre las sábanas de las cuatro camas, mientras Margaret y Emil le atendían con algunas frutas y jugos para que recobrara las ganas.

«Los Dioses me han arrebatado un gran amor para multiplicarlo por cuatro —y vio a sus hijos esbozando una sonrisa agradecida—. Después de todo; siempre hay algo positivo dentro de las cosas que creemos negativas.»

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora