30: Un juego de títeres

9 3 0
                                    

Había llegado un circo al reino; de esos que La Reina no veía desde su juventud. En realidad, nunca había visto uno más allá de su carpa, porque le temía a todo lo relacionado con alto riesgo, tensión o payasos.

Pero era un poco más madura ese día, más adulta y más pensante, sabía que no había riesgos que correr, ni personas por las cuales correr... Dejó que Menelao llevara a los príncipes para que se entretuvieran un rato, pero de igual modo, no dejó de enviar caballeros camuflados entre la gente, en caso de rateros o aprovechadores.

«Supongo que ya no soy tan arriesgada como antes —pensó sosteniendo una taza de porcelana. Disfrutaba su té de las tardes—. A veces los hijos pueden volverte una persona precavida.»

Detallaba el cartel que Margaret había conseguido en los jardines del castillo. Un mimo había ido a regalar propagandas y actos cómicos para publicitar el circo, y sus hijos enloquecieron de emoción. Había una serie de letras que rezaban algunas técnicas que atraían al público, estrellas de colores verdes y azules, imágenes de personas y enanos comediantes, y una serie de letras coloridas que rezaban:

Gran Circo Secret

Con la atracción principal, nunca antes vista

EL HOMBRE LEÓN

Pero La Reina sonrió divertida; había un hombre raquítico y de apariencia sosa disfrazado de león y con la cara pintada en un torpe maquillaje.

«Hasta mi pequeño Emil le hubiera pintando mejor el rostro.»

Entonces apartó el cartel y bebió otro sorbo de té. Había recordado, o más bien, se había inspirado, con otra curiosa y atractiva historia; una que enlazaría con los relatos que había estado contando a sus pequeños. «Les gustará, solo si el hombre con maquillaje logra gustarles.»

Pero esa noche, Sara, Lucy, Margaret y Emil, hablaron durante horas sobre lo maravilloso que había sido el circo; con payasos, mimos, domadores, trapecistas, contorsionistas, animales y un arlequín que presentaba los actos más magníficos.

En cuanto al hombre león, solo pudieron recordar las múltiples acrobacias que había hecho para nunca cruzar los aros de fuego, y lo torpe que era mientras su acto se llevaba a cabo. El traje de felpa se había prendido en llamas, y por poco el hombre se hubo quemado.

La Reina rió ante la elocuencia de sus hijos, y luego de escuchar sobre la experiencia, se recostó sobre las cuatro camas que todavía permanecían juntas, arregló la falda de su vestido para ponerse cómoda y bebió un sorbo de hidromiel:

"He llegado a saber, ¡Oh hijos míos! Sobre una venganza prometida, heridas del pasado y hermanos aún perdidos. Porque las bondades de la magia se pagan con creces y porque ni siquiera el corazón más rocoso sobre la tierra, evitó ser devorado por la costumbre de los afectos.

Belle había utilizado el Reloj Dorado para transportarse junto a Scarlett. Estaban entre las praderas espesas de Isla Gaia, el único lugar de LoudRia donde la magia parecía contrarrestarse.

Había ramas vivas y puras, enredaderas y algo de musgo entre las raíces. Pero el único árbol que parecía crecer era el Endrino Majestuoso; de ese cuya corteza era inmune y aislante de la magia. Unos cuantos anfibios y jirafas pintaban el ambiente, mientras el cielo era adornado por pájaros fénix, que viajaban de un lado a otro entre llamaradas hermosas y brillantes.

Hubo silencio entre las hermanas, pues Belle había pedido a sus compañeras que dejaran a la familia lidiar con esta prueba. Después de la muerte del Panadero, ella y Scarlett estuvieron algo distanciadas, y reprochándose la una a la otra, cosas que nunca se habían querido contar.

Cuentos de Luz OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora